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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

El fingido amor del prójimo

07 de agosto de 2017 - 00:00

Era un tiempo de soles fríos. Amanecía con la misma turbación que la vida moderna incuba en la multitud fuerte o enferma. Unos seres contra otros seres. Unos que habitaban, otros que vivían. Habitar es estar quieto, arrinconado en la penumbra. Vivir es agitar el ánimo, ¡concebir una idea y volverla una gran tentación! Así departía Machiavelli Forti con su amigo Alessandro Bianco mientras miraban las iglesias quiteñas, es decir, los templos del pasado (con futuro) que tanto conocían en Italia; los símbolos de un poder que se parece a otro, ese que sin excepción se quiere alcanzar.

Venían de sufrir un colapso mercantil que casi les rompe la cresta por intervenir fuera de los cotos y aplicar el utilísimo ejercicio de manejar mentes con el método más primitivo: cultivar el candor ajeno. La única razón para el desplome de la compañía a la que servían era que la codicia de los dueños no estaba a la altura del porvenir sino de las circunstancias. A Alessandro se lo veía ofuscado; fiel al saber popular de que el poder es una contingencia de la que se sale mal parado, se enfrentaba emocionalmente a Machiavelli que nunca apostaba por el sentido común y más bien tenía la seguridad de develar el acertijo del capitalismo parroquiano.

Eran fugitivos, sin duda. Lo que habían hecho, a pesar de su tino, indujo lo que todos en su pueblo señalaban como el derrumbe de la seda; quizás por la elegancia y pequeñez de su industria y el modo en que comerciaban almendras, semillas y cartílagos en los mares del mundo. Pero los jefes tenían patas cortas y barcos grandes, poca apetencia por el poder y una condición novicia para arriesgar la nada por el todo. Forti receló desde el inicio de una virtud tan ciega y planteó a Bianco alterar las recomendaciones amables por las acciones reales del oficio. Unos jefes terriblemente medrosos apenas estimulaban el deseo de sobrepasar los límites, y Machiavelli y Alessandro personificaban un dúo magnífico para afinar la astucia de un negocio bueno.

Durante mucho tiempo lo hicieron bien. Los jefes, felices. Los barcos zarpaban y la mercancía llegaba a destino con los relojes en hora. Nada hacía pensar que mapas y océanos se negaran a retribuir la empresa de unos jefes con ligeros escrúpulos de tocar el arte que confiaron a otras manos y que, era obvio desde el cruel rastreo de la realidad, surcaba la fina seda de la política y los tratos financieros.

La compañía se hundió cuando los jefes, en ausencia de sus mentores, firmaron un contrato en el que testamentaban su capital en una cuantía fija y bajo normas incomprensibles. Cualquier inversión futura estaba negada. En menos de un mes todo les fue retenido y los excesos -de pronto- se convirtieron en infracciones. Los jefes, presos y desconcertados. Y los mentores, en un buque como artefactos sin coste.

Machiavelli sentado en una banca de la Plaza Grande, que le parecía sucia y llena del morbo insolente de los ancianos, le advertía a Alessandro: ¿Sabes por qué firmaron ese papel los jefes? Porque no podían soportar el odio que produce el poder, aunque jamás supieran qué es el poder y siempre predicaran el fingido amor del prójimo. ¡Idiotas! (O)

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