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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

¿El fin de los servicios públicos?

13 de marzo de 2017 - 00:00

Hace ya más de una década, cuando el neoliberalismo llevó a la ruina a los países latinoamericanos (por ejemplo Argentina con su terrible corralito financiero), sus pueblos protestaron de diversas y contundentes formas e introdujeron una frase que resumía su rabia: “Que se vayan todos”. La desconfianza en los actores políticos causó en la población un hartazgo que definiría algo más: el esquema económico, llevado al summum del capitalismo financiero de fines del siglo XX, era el reflejo más triste de la desaparición concreta del ser humano (el ser social) y el triunfo de la especulación en todas sus formas.

En América Latina las últimas dictaduras y las nuevas democracias (en los 70, 80 y 90 y principios de 2000) llevaban dentro el germen de la codicia de sus clases altas, por eso crearon las condiciones para que el Estado plegara a la globalización o transnacionalización de la economía. Ergo, figuras (o medidas o recetas) como: ajuste estructural, devaluación, convertibilidad, dolarización, corralito financiero, feriado bancario, apenas eran ropajes de un sistema económico que siempre halla modos de reinventarse, incluso matando la soberanía de una moneda nacional. Tal calamidad acabaría.

Liderazgos fuertes progresistas evidenciaron la desgracia de la reducción el Estado, de las privatizaciones, del fraguado ocaso de las instituciones públicas, de la supremacía del capital financiero en economías dependientes de sus recursos naturales exportables, del espejismo de modificar el sentido de la palabra empresario por la de emprendedor. Entonces, se pudo decir que la labor ideológica y política -de las élites- había permitido que la economía -otra vez- llevara la crisis a muchos países.

Ese fue el contexto para que liderazgos de ruptura -chapuceramente calificados de populistas- alteraran el rumbo de democracias cooptadas por las ya decadentes oligarquías locales y regionales. El fenómeno parió gobiernos de corte progresista y sus decisiones políticas, sociales y económicas afectaron muchas relaciones de poder en más de una década. Cómo sería esa fractura en el esqueleto neoliberal que hoy a sus tutores les resulta insoportable que un dirigente como Ignacio Lula da Silva aún goce de gran respaldo popular y quiera postularse a la presidencia en 2018.

Ahora le tocó a Ecuador. El proceso electoral exterioriza las miserias políticas de la oposición alineada tras el candidato banquero. No importa lo ideológico, el fin es acabar no con un gobierno o un líder como Correa, sino con un proceso que le dio una dimensión social al trabajo de gobernar. El fin es acabar con un modelo. El fin es demonizar a los pobres y sus derechos y garantías sociales. El fin es impedir que la ciudadanía asuma, por fin, que lo público le pertenece, y que lo privado -lo que oferta el banquero- es el peor ideal del egoísmo político.

El dilema es fácil porque cuando los opositores dicen ‘cambio’ en realidad dicen tutela privada y cero Estado, o sea, descartan que la institucionalidad pública sea fortalecida por Lenín Moreno. Recobrar la tutela privada y quitar a la gente los servicios públicos es también lo que se juega. ¡Qué ironía! (O)

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