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Sebastián Vallejo

El discurso de la corrupción

09 de junio de 2017 - 00:00

El artículo escrito por Rafael Correa, que está alineado (o que ha alineado) al discurso que han mantenido varios asambleístas por Alianza PAIS, refleja dos características que definieron, tanto los primeros diez años de gobierno de PAIS, como su postura sobre la corrupción en esos diez años: falta de autocrítica e incapacidad de asumir la culpa. Para Correa et al., ninguna de las decisiones tomadas en su gobierno, ninguna de las características en el estilo de gobierno, han sido erradas. Es problema de quienes defraudaron esa confianza. O, peor aún, no es nada comparado con “la corrupción institucionalizada de antaño”. Toda denuncia es una persecución, toda crítica es una traición y todo error es del otro. En su mundo, aquí no hay más que corrupción aislada, puntual, nada comparada con la del pasado.

Leyendo a Correa, escuchando a Viviana Bonilla, a José Serrano, a Gabriela Rivadeneira, hay una línea discursiva recurrente donde el tema de conversación siempre termina aludiendo a la corrupción del pasado. Puede que esto emane de un sincero ejercicio comparativo, pero suena a una manera de justificar los males de hoy con los males del ayer. Nadie niega ni nadie se olvida del estado de la corrupción hace diez años. Pero eso fue hace diez años, donde nadie se jactaba de haber revolucionado al país, de ser el gobierno de las manos limpias, de haber erradicado la ‘corrupción institucionalizada’. Comparar corrupciones es como comparar tragedias. Porque, además, el énfasis recae sobre el acto y el tipo de corrupción, más que sobre la manera en que se ha lidiado con esta corrupción.

Mencionan, como parte del libreto, la manera en que se asignaban los aduanas, los jueces a las cortes, el feriado bancario y similares. Y tienen razón, existía una corrupción legalizada y casi consuetudinaria que ha desaparecido o, por lo menos, se ha vuelto menos obvia. Pero de ahí a sugerir que la corrupción estructural del Estado se ha erradicado es dar un salto preocupante, cuando uno piensa en el combate a la corrupción bajo esas premisas. Porque siguen existiendo redes de corrupción que involucran a diferentes instancias del Gobierno, desde unidades ejecutoras (como los ministerios), pasando por empresas públicas (como Petroecuador) hasta los organismos de control (como la Contraloría). Hay denuncias sobre irregularidades en los procesos de contratación y otras relacionadas a sobreprecios. Y todas las denuncias han sido abordadas, primero, con desprecio, con demandas, con amenazas de juicios, y después con parsimonia y resultados para nada satisfactorios.

La manera en que ha reaccionado Correa et al. ante los prófugos exfuncionarios del anterior gobierno, a los actuales y seguramente a los que vendrán, demuestra precisamente eso, una incapacidad de asumir responsabilidad en todo esto. No han sido capaces de mirar a la interna y determinar por qué el modelo de gobierno ha producido tanta corrupción. ¿Son las antiguas estructuras que no se han podido sanear? ¿Es la falta de transparencia y rendición de cuentas de estos procesos frente a la ciudadanía? ¿Es la centralización del poder? La respuesta discursiva siempre decanta en que son casos puntuales. Pero esa no puede ser la respuesta cuando hay tantos ‘casos puntuales’ y es tanta la cantidad de recursos que han sido malversados.

No ha sido suficiente la manera en que la burbuja de los casos de corrupción ha crecido en los últimos meses. No es suficiente el recuerdo de todas las veces que desde el Ejecutivo y el Legislativo se elogió a aquellos que ahora están prófugos, investigados o detenidos. No existe aun una señal de autocrítica, y menos una declaración de responsabilidad. Existe un discurso y pocos resultados. (O)

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