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El Telégrafo
Gustavo Pérez Ramírez

Demolición de los obrajes a fines del siglo XVII

08 de agosto de 2017 - 00:00

El ilustrísimo Federico González Suárez finaliza el tan injustamente impugnado tomo IV de su Historia General de la República del Ecuador con un excelente y aleccionador  relato sobre el estado social de la Colonia de fines del siglo XVII, en el que se refiere, entre otros aspectos, a la demolición de los obrajes, demostrando su maestría en el manejo de fuentes primarias, como las que conoció en los archivos de España, amén de su amplio sentido de observación y contextualización.

Comienza situando el tema: la explotación de minas había caído en abandono casi por completo, y no se descubrían nuevas; la agricultura  apenas producía para el consumo interior y los tejidos eran la única actividad comercial. Los obrajes habían contribuido al aumento y prosperidad de la ganadería. Desde Ibarra hasta Alausí se hacían manufacturas, y hubo tiempos no solo de comodidad, sino de cierta riqueza relativa, aunque no por mucho tiempo.

La industria de tejidos decayó rápidamente. Cita un caso relacionado con la Corte de Carlos II, que probablemente conoció  en el Archivo de Indias. Al rey llegaron informes de los agravios que padecían los indios en los obrajes y se apresuró a dar respuesta, mediante  cédula fechada el 22 de febrero de 1680, dirigida al virrey de Perú, a los presidentes, audiencias y gobernadores, prohibiendo establecer nuevos obrajes y telares y la orden de demoler todos los que se hubieran fundado sin permiso del rey.

Para los que tenían autorización, disponía que los indios fueran tratados con toda caridad, según las ordenanzas, y añadía otras medidas para salvar a los indios de los malos tratos que padecían en los obrajes. Comenta mons. González que la intención del rey no pudo ser más laudable, sin embargo, el arbitrio escogido para exterminar de raíz los abusos lo agravaba, haciéndolo incurable, pues los indios recibían agravios precisamente en los obrajes que permitía conservar y eran bien tratados en los que ordenaba demoler.

La cédula se proclamó con todas las solemnidades acostumbradas y se demolieron todos los telares en los barrios de San Blas y la Recoleta. Fue un alarmante golpe a la industria en una ciudad tan pobre.

El procurador general del Cabildo presentó a la Audiencia un memorial muy bien razonado, pidiendo que se suspendiera la ejecución de la cédula, pues, demolidos los obrajes, la cría de ovejas vendría a menosprecio, faltaría la carne de carnero y la gente pobre sufriría al no poder comprar la de ternera, más cara y escasa; sufriría el comercio del vestido; y los indios, faltos de trabajo, carecerían de recursos para subsistir, con peligro de hacerse viciosos y sin jornales de dónde pagar el tributo.

El presidente Munive suspendió la ejecución de la cédula y envió una representación al Consejo de Indias. El rey reformó sus disposiciones y expidió dos cédulas para la conservación de la industria fabril y el buen tratamiento de los indios.

Aunque una de las disposiciones para el buen tratamiento fue la eliminación lenta de las lenguas indígenas, y la enseñanza obligatoria del castellano para que los indios fueran mejor adoctrinados en religión. Nefasta, si se hubiera cumplido. (O)

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