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El Telégrafo
Gustavo Pérez Ramírez

¡Cuántos hombres célebres hay en González Suárez!

15 de agosto de 2017 - 00:00

Es un acertado enunciado de Luis Felipe Borja, cofundador  de la Sociedad Ecuatoriana de Estudios Históricos Americanos en 1909, citado por el Dr. Tomás Vergara, Canónigo Honorario, en su oración fúnebre del 3 de diciembre de 1917, para referirse al “sabio entre los sabios, patriota de corazón, apasionado de la verdad y defensor de ella hasta el sacrificio, prelado severo en las costumbres,  legítima gloria de la Iglesia y de la patria”.  

En efecto, mons. Federico González Suárez, de quien hemos escrito en este año, en que se cumple el primer centenario de su muerte, fue figura polifacética, que descolló por su portentoso talento y memoria, no solo como historiador, arqueólogo y eclesiástico, sino también como orador, literato, poeta, crítico, polemista, político, servidor público integro, de mente independiente y gran patriota, a la vez que “supo sobreponerse a la pobreza, la incomprensión, la mala fe; combatió la corrupción y supo conducir la Iglesia en momentos difíciles de la Revolución Liberal por la separación del Estado y la Iglesia”, como sostuvo el canónigo de marras, del varón ilustre de la libertad ecuatoriana en su funeral, ante un público que colmaba la catedral.

Su vocación fundamental desde niño fue el sacerdocio, aunque hay quienes lo niegan, sin  distinguir entre vocación al estado religioso y al sacerdocio diocesano; él mismo aclaró: “Puedo contestar… que carecí de vocación al estado religioso y entré en la compañía de Jesús sin verdadera vocación”.

Le había tocado ir a la escuela casi siempre con un pedazo de pan por desayuno y descalzo. Era huérfano y desvalido, sin más amparo que su madre viuda, paupérrima. De  ahí que haya considerado que fue un grande beneficio haber sido acogido por los jesuitas, a cuyo noviciado ingresó a los 18 años en 1862. Salió en 1872, para poder ayudar a su  madre viuda y reconociendo que todo lo debía a la Compañía de Jesús, aunque no lo habían destinado al sacerdocio.

Los jesuitas, conociendo su valía, quisieron retenerlo, influyendo en los obispos para que no lo recibieran de clérigo en sus diócesis. Sin embargo, logró ordenarse sacerdote, al ser acogido en  la diócesis de Cuenca por su obispo, Remigio Estévez de Toral, a quien conocía, porque los jesuitas lo habían mandado a Cuenca a enseñar filosofía.

Dada su inteligencia y preparación intelectual, llegó a ser obispo de Ibarra y arzobispo de Quito, además de ejercer  los delicados cargos  de  Administrador  Apostólico en las diócesis de Guayaquil y  Cuenca.

“El sacerdocio es mi única dicha, mi verdadera gloria”, escribe orgulloso en sus Memorias íntimas. “Cuando estoy en el altar, tengo por bien empleados todos los trabajos que padecí para ser sacerdote y padecería de nuevo otros todavía mayores, si fuera necesario”.

Culminaré esta serie de artículos refiriéndome al hombre célebre como polemista, especialmente exitoso con los obispos ultraconservadores de Pasto, Colombia, el español fray Ezequiel Moreno, y de Portoviejo, Ecuador, el alemán Pedro Schumacher.

Nota: Cabe señalar que como secretario de mons. Ignacio Ordóñez, al obispo historiador le correspondió firmar la Carta Pastoral de condenación de Los Siete Tratados, a raíz de la cual Juan Montalvo publicó su Mercurial Eclesiástico. (O)

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