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Roberto Follari (*)

¿Corrupción en quienes denuncian corrupción?

09 de junio de 2017 - 00:00

La corrupción es inadmisible en cualquier caso. Puede haber claroscuros en los comportamientos de aquellos a quienes se acusa, pero no los hay en la noción general de que no se debe hacer negociados con dineros públicos. Es decir: que empresarios y políticos -uno de cada lado del mostrador- debieran abstenerse absolutamente de conductas que perjudiquen a terceros cuando se realizan contrataciones para obras del Estado, y que todo funcionario tiene obligación de demostrar que su patrimonio proviene de su erario personal.

Eso está claro. Menos claros están los usos políticos de la corrupción; es decir, qué se busca por parte de algunos de los que realizan acusación sobre corrupción (siendo esta acusación falsa o, en cambio, realizada con fundamento) a fin de deteriorar la imagen de sus adversarios políticos. Hoy, el caso de la empresa brasileña Odebrecht sacude al continente. Esa empresa declara -a través de sus ‘arrepentidos’- haber pagado coimas en los más diversos países. Y los casos salpican a múltiples gobiernos, así como a empresarios socios o amigos de Odebrecht (tal sucede con Iecsa, la empresa que perteneció al grupo Macri). Es necesario que se esclarezcan los casos y que se dicten las sentencias que corresponda a los responsables en cada país. Será el modo de propender a que estas prácticas se hagan menos frecuentes y queden menos impunes. Pero no dejemos de tener cuidado con algunos súbitos ‘acusadores’, supuestos fiscales de la moral pública que -en no pocos casos- carecen de aptitudes y actitudes que justifiquen ese posicionamiento. Desde periodistas a políticos, los que blanden el dedo acusador abundan en estas circunstancias, sobre todo cuando se trata de desprestigiar a los adversarios. Y más aún si se trata de atacar a gobiernos que han realizado políticas diferentes a las neoliberales, con lo que han colaborado a una vida mejor para los más pobres.

El establishment de derecha no perdona a esos gobiernos. Y el manual de la desestabilización política dice desde siempre que una forma de deslegitimar gobiernos populares es acusarlos de corrupción. La cual puede en algún caso ser cierta, pero entonces se exagera haciendo su hipermostración mientras se disimulan las lacras propias, poniendo vista solo a la paja en el ojo ajeno. Así se volteó al gobierno de Perón en 1955 en Argentina, así se legitimó la feroz dictadura de Videla (“venimos a acabar con la subversión y la corrupción”, se decía desde ese gobierno criminal), así se hace contra Cristina Fernández de Kirchner hoy, a pesar de que muchos indicios van en dirección de corrupción del gobierno macrista. Los medios de comunicación hacen el trabajo, según el cual los gobiernos populares son corruptos y los de derecha son impolutos, pues -según algunos ingenuos piensan- “los empresarios son ricos y ya no necesitan robar”.

Hay empresarios honestos, por supuesto. Pero muchos son ricos porque supieron cómo aprovechar los intersticios de la legalidad, o directamente actuaron apropiándose de los bienes del resto de los ciudadanos. Ejemplos, en nuestros países, sobran al respecto. Lo evidente es que los medios hegemónicos -de los cuales algunos de esos empresarios son dueños- encubren esa clase de corrupción y maximizan la que viene desde la política, sobre todo si esta ha sido contraria a los intereses del privilegio y las oligarquías. A estar atentos, entonces. No todo el que acusa a otros de corrupción está limpio de intereses secundarios. No todo el que hace esas acusaciones las hace porque le interese recuperar la ética ciudadana. Muchos, incluso, hacen mirada tuerta: ven gigante la corrupción de los adversarios, y empequeñecen hasta lo invisible la de sus propios grupos políticos y/o empresariales. (O)

 

 

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