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El Telégrafo
Ramiro Díez

Historias de la vida y del ajedrez

Una historia para supersticiosos

10 de agosto de 2017 - 00:00

Los marineros que acompañaban a Ulises eran amarrados a los mástiles para que no se arrojaran al mar. Ellos, desesperados después de meses de abstinencia femenina, ante la presencia de manatíes hembras asoleándose en las playas, creían ver mujeres sirenas que los llamaban con sus quejidos apasionados y lastimeros. Más de uno, si no se ahogaba en el chapuzón, se encontraba en tierra con una bestia de 300 kilos. De allí viene aquello de dejarse engañar por los “cantos de sirena.”

No solo los griegos. En muchas culturas, prohibían mujeres cerca de los barcos. Pero en épocas modernas, están a bordo y, por ceremonia, el bautizo de la nave es realizado por una mujer importante, que estrella una botella de champaña contra el casco de acero. Dicen los marineros, supersticiosos como nadie, que es una orden de Poseidón, Dios de los mares.

Y hubo una ocasión en la que Poseidón tomó venganza porque no le hicieron caso.

Durante la guerra fría, los soviéticos anhelaban igualar a los norteamericanos en el poder destructivo de los submarinos nucleares, capaces de lanzar misiles infernales a cualquier parte del mundo, desde la profundidad de los mares. Entonces fabricaron el K-19 y, por alguna razón desconocida, se rompió la tradición. No lo bautizó una mujer, como siempre, sino un hombre. Era un funcionario ruso enrazado en oso polar, de casi dos metros y pesaba 150 kilogramos, el que tomó la botella de champaña y con toda la fuerza posible, la arrojó contra el caso de acero del submarino. Aunque parezca extraño, la botella rebotó, como una pelota de pingpong, se zafó de la cadena, y cayó al mar. “Mala suerte”, dijeron los marineros.

Durante su construcción, este barco había costado tantas vidas en accidentes de trabajo, que lo llamaban Mister Hiroshima. Y en uno de sus periplos, se quedó sin comunicación con Moscú, y tuvo una fuga radioactiva que apenas pudo ser contenida por algunos marineros que, achicharrados por la radiación, pagaron con su vida su gesto heroico.

Después, el K-19, ya recuperado, estuvo a punto de chocar bajo el agua, con un submarino nuclear de los EE.UU, lo cual se hubiera entendido como un acto de guerra. Los capitanes, jugando a pandilleros de barrio, arremetieron el uno contra el otro. El soviético se quitó en el último momento y el submarino norteamericano pasó apenas a 3 metros. Nos salvamos todos pero, tratándose de juegos nucleares, ha sido solo por el momento.

En ajedrez, a diferencia de la vida, la suerte no existe. Acá se salva el que se tiene que salvar.

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