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El Telégrafo
Ramiro Díez

Historias de la vida y del ajedrez

Lo tenía que matar porque era más grande que yo

19 de noviembre de 2017 - 00:00

Los indígenas Arawak del norte de Colombia, afirman que ellos solo se arrodillan cuando van a enterrar a sus muertos. Pero es mentira. También se arrodillan cuando van a cortar un árbol. Si tienen que hacerlo, se quedan a solas con el árbol, lo abrazan y le hablan, le explican por qué lo tienen qué hacer, y le piden perdón de rodillas. En su cosmovisión, el firmamento está sostenido por los árboles, y dice que aquel que los corte verá caer el cielo y las estrellas quemantes sobre sus hombros.

Mientras unos aman a los árboles, otros no los han considerado tanto. En los EE.UU, existen las secoyas, que son los seres vivos más altos del planeta. Estos árboles alcanzan los 120 metros de altura y son catedrales vivientes que pueden sobrepasar los 4.000 años. Se necesitan unos 30 hombres tomados de la mano para poderlos abarcar.

Y, en su momento, Ronald Reagan, el expresidente norteamericano no lo pensó dos veces y, tentado por un grupo constructor, propuso tumbar las secoyas para levantar en ese Parque Nacional un complejo hotelero que incluía campos de golf. “Cuando uno ha visto una secoya gigante, ya las ha visto todas. Basta dejar algunas de muestra.” Tal brillantez no se llevó a cabo por la presión de grupos ambientalistas.

Pero el atentar contra los árboles no se detiene ahí. Un día, en Austin Texas, Paul Cullen rompió con su enamorada. Para recuperarla, visitó a un brujo que le dijo que la solución era matar un árbol gigante y viejo que fuera amado por muchos. Allí, en Austin, en un lugar casi sagrado, se levanta, con sus 600 años, el Roble del Acuerdo, llamado así porque bajo su sombra firmaron la paz los indígenas norteamericanos y los colonos ingleses.

Un día, los pobladores notaron manchas extrañas en el tronco y en la tierra alrededor del árbol que empezaba a mostrarse enfermo. Y descubrieron que lo estaban envenenado a propósito. Por lo pronto, se inició un plan urgente en el que los ciudadanos reunieron 100.000 dólares y, con distintos expertos, lograron salvar al árbol. Mientras tanto, la policía ofreció una recompensa de U.S$ 10.000 por el culpable, y descubrieron a Paul Cullen, que contó la historia de su novia y la brujería. Lo condenaron a nueve años de cárcel, y a sembrar árboles, entre ellos, pequeños arbolitos, hijos del histórico roble que logró sobrevivir.

En ajedrez nunca se pide perdón. Pero allí, también, la humildad es una escuela:

*Haga click en la magen para ampliarla

Izquierda: Roble. Derecha arriba: Secoya gigante. Abajo: Paul Cullen, envenenador de árboles.
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