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El Telégrafo
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Que haya paz para disfrutar con la ‘música del Diablo’

A inicios de este año, Tom Angelripper expulsó del grupo Sodom al guitarrista Bernemann Kost y al baterista Makka Freiwald, alegando que quiere ‘allanar el camino a nuevos desafíos’. El grupo debutó en Colombia en 1987.
A inicios de este año, Tom Angelripper expulsó del grupo Sodom al guitarrista Bernemann Kost y al baterista Makka Freiwald, alegando que quiere ‘allanar el camino a nuevos desafíos’. El grupo debutó en Colombia en 1987.
Fotos: festivaldeldiablo y wolfhoffmann.com
14 de enero de 2018 - 00:00 - Luis Fonseca Leon

Sobre las cabezas de los espectadores hay humo blanco. No son las volutas del tabaco, es marihuana que han colado en el concierto. En las puertas siguen apostados guardias privados que, mientras buscan en los bolsillos y maletas de quienes llegan, sueltan frases como:

—Uy, hermano, no vaya a hacer quedar mal al país metiendo drogas, ¿oyó?

Es la noche del sábado 25 de noviembre de 2017, los miles de rockeros que han llegado a La Calera —una población en las afueras de Bogotá— desde algunas ciudades de Colombia y de varios países (Ecuador, Venezuela, Panamá, Estados Unidos) han entrado desde las 11:00, hora en que empezaron los conciertos sobre tres escenarios.

Dos tarimas, que están ubicadas una junto a la otra, tienen nombres de seres mitológicos: Íncubo y Súcubo. El letrero que da la bienvenida dice Festival del Diablo III y está encabezado por un demonio con alas sobre llamas, bajo el que pasa Martha Isabel Rendón. Ella viajó desde Manizales y después de estar durante más de ocho horas en la carretera tardó una mañana entera para hospedarse en el centro de Bogotá, ciudad de la que temía que la trague como un laberinto gigante.

Ir a La Calera toma 20 minutos desde Chapinero, uno de los barrios más populosos de la capital colombiana. Martha Isabel tiene 25 años, le pidió a una vecina que cuidara a su hija mientras ella se ausentaba de Manizales, y hace una segunda fila después de entrar al evento, para comprar una hamburguesa hecha con pan negro, en la zona que han nombrado Larita’s Hell’s Kitchen. También hay una Cantina del Infierno y un puñado de tiendas musicales montadas bajo carpas, donde las imágenes dantescas se repetirán en portadas de discos y camisetas que hacen parecer   esto una reunión espontánea de aficionados al rock pesado.

Pero mantener la estética del diablo —personaje que los asistentes llaman «El Bajísimo» movidos por la publicidad del festival— en una nación donde la mayor parte de la población es católica les costó caro a los organizadores del festival.

—En un país conservador, muchos ven al diablo como un personaje real —dice por teléfono Alfonso Pinzón, organizador del festival, unos días antes de que empiece— y, como figura, lo asocian al satanismo y a temas que se han usado como prejuicio hacia el rock.

Hace tres años hubo marcas que se negaron a auspiciar el Festival del Diablo por su nombre y por los símbolos que usa. Sin patrocinadores, la primera edición del concierto se realizó en un recinto cerrado, el Teatro Metropol de Bogotá. En 2016, el escenario fue en La Calera. Allí Pinzón y Juan Pablo Chaparro, su socio,  tuvieron a tres marcas auspiciantes el año pasado.

—Esto conlleva un proceso educativo: hay que enseñarle a la sociedad que el rock es la voz de una parte muy grande de la juventud que ha estado en un rincón durante mucho tiempo —explica el gestor—.  Todos los sectores deben entender que el público rockero es valioso y que ya no debe ser estigmatizado.

Alfonso es músico de profesión. Nació en España, creció en Alemania e invirtió algunos años de su adolescencia en la banda Agony, que hizo reconocible su thrash metal en los años noventa, desde Colombia. Desde esas épocas, el baterista admiraba los grandes conciertos como el festival inglés de Donington o el holandés Dynamo. Fue mientras asistía a esos eventos que tuvo la idea de crear un festival.

Antes de que Martha Isabel naciera, en los años ochenta —cuando Pinzón era un niño—, grupos como Accept, Sodom o Exodus —los que encabezaron el cartel del Festival del Diablo III— vivían su época de máximo esplendor en los países angloparlantes y en buena parte de Europa. Entonces, que un latino asistiera a un festival masivo de metal era una suerte de privilegio reservado para los emigrantes.

Brasil fue uno de los pocos países sudamericanos que tuvieron estos grandes espectáculos desde 1985. Allí las grandes concentraciones de rockeros frente a sus músicos preferidos se dieron después de la dictadura. Algo similar ocurrió en Argentina. En los países andinos, en cambio, los conciertos tardaron más en aparecer y las convocatorias más grandes se hacían con grupos locales, en grandes ciudades.

Martha Isabel creció siendo espectadora de shows como los del Manizales Grita Rock que, al igual que otros eventos, se ha desarrollado en la Colombia de los últimos años. En Caldas es impulsadora de la marca Colcafé, un trabajo que le hace dejar de lado el atuendo oscuro con el que ha llegado a Bogotá.

—Hay que vestirse de colores, para trabajar como negra— bromea mientras toma una cerveza después de comer su hamburguesa.

En el campo colombiano, la clandestinidad solía ser el refugio de los rockeros de hace unas décadas. A la falta de estudios de grabación y lugares para presentarse, se sumaba la persecución originada en prejuicios que, al venir de agentes como la policía, el ejército o grupos subversivos, se tornaba más violenta que en otros países de la región.

Algunas de esas situaciones apenas han cambiado. Los integrantes de Lord Death Hypocrisy, una banda de black metal, viven en una ciudad que aún es peligrosa para los rockeros. En Villavicencio —abasto comercial más importante de los llanos colombianos por estar ubicada en la Cordillera Oriental—, «los amantes del metal, vestidos de negro, son confundidos con paramilitares y amenazados de muerte tanto por la guerrilla como por el ejército», contó la periodista ecuatoriana Viviana Herrera, en un reportaje de 2013.

La última semana de noviembre del año pasado, Bogotá recibió a miles de rockeros mientras se cumplía un año del acuerdo de La Habana entre el gobierno de Juan Manuel Santos —que le hizo merecedor al Premio Nobel de la Paz— y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) para terminar con una guerra que llevaba más de medio siglo de provocar muertes y que también influyó sobre la cultura.

El guitarrista Wolf Hoffman ha interpretado piezas de música clásica en un disco solista. En Accept, el grupo con el que debutó en Colombia en 2017, compuso la canción ‘Metal hearth’ que incluye partes de Chaikovski y Beethoven.

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 Durante la presentación de los estadounidenses Terrorizer, el sonido empieza a fallar. Hay un desconcierto entre los músicos que es mayor al de sus escuchas. Estas fallas de logística parecen ser una constante en la región, pero esta vez se debieron al itinerario del grupo. Había tomado un vuelo de Tampa a Miami y, en su arribo a Bogotá, les perdieron el equipaje, por lo cual omitieron la prueba de sonido que hicieron los otros 22 grupos que se presentaron. Durante su puesta en escena, los músicos decidieron estar solo diez minutos sobre el escenario. Hubo descontento en una parte del público, pero también hubo quienes prefirieron descansar de las largas filas que habían formado.

Uno de ellos es Edwin Andrés Solano, quien llegó al concierto a las 17:00, desde el sur de Bogotá. Edwin es mesero en el bar Dynasty, de Chapinero, un barrio de clase media que él llama ‘gomelo’ (pelucón, aniñado). La franquicia tiene su sede principal en el centro de la ciudad y está dedicada al grupo estadounidense KISS, de quienes muestran una colección de discos, reliquias y afiches que su propietario, Alexander Amaya, cuida con el fervor de un devoto.

Cuando los californianos Exodus suban a las tablas de uno de los tres escenarios, en la fría noche bogotana, iniciará la parte del concierto más agitada para Edwin. Las canciones ‘Bonded by Blood’, ‘War is my Shepherd’ y ‘A Lesson in Violence’... formarán un pogo que removerá a una buena porción del público.

A diferencia del que se puede ver en Ecuador, el mosh pit en Colombia no es circular, sino un caos repentino compuesto por una lluvia de puños y alguna que otra patada. Frente al escenario dedicado a los géneros punk/hardcore el baile es distinto, pero entre los metaleros da la impresión de que si uno da un empujón, recibirá otro como reprimenda inevitable.

—El proceso de paz está muy bien, pero siempre hay gente inescrupulosa que se convierte en una piedra en el zapato— dice Solano con una media sonrisa, sobre la barra de Dynasty. Es hincha de Millonarios, el equipo que le ganó la disputa de la Copa Águila 2017 a otro equipo capitalino, Santa Fe. Él suele ir a las tribunas de El Campín, a apoyar a ‘los embajadores’ pero rechaza la violencia que suele caracterizar a un sector de las hinchadas colombianas que ya se ha cobrado vidas.

Las pandillas, los violentos de las barras o las bandas criminales —emergentes, llamadas Bacrim— suelen ocultarse entre la gente. No hay que tener al diablo como símbolo para ser violento, reflexiona Edwin Solano.

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 Accept es un quinteto alemán que usa una estética belicista para repudiar la guerra. Antes de que se subiera al escenario –antes de que una garúa típicamente bogotana empapara a los siete mil asistentes–, los aplausos fueron para Sodom, una banda que en 1989 publicó el disco ‘Angent Orange’, en el que hablan del sinsentido de la guerra con riffs de guitarras que simulan el sonido de metralletas disparando.

Hace dos décadas, Sodom dio un concierto por primera vez en Medellín. Sobre el día de su debut en Colombia, el cantante y bajista Thomas Angelripper le contó al periodista colombiano Juan Sebastián Barriga que el trío subió a una furgoneta llena de huecos que había dejado una balacera.

En la entrevista publicada por la edición mexicana de la revista Noisey a propósito del III Festival del Diablo, el músico alemán dijo que «el metal es la música más pacífica que hay (...) No quiero escribir letras vacías, sobre todo habiendo tantos problemas en el mundo. Tenemos que hablar de nuestra opinión y si lees entre líneas, puedes encontrar un mensaje: Queremos acabar con la guerra». Eran tiempos de extremismos en los cuales seguramente Angelripper no alcanzó a imaginar que quienes serían sus seguidores en las décadas siguientes adaptarían su mensaje al relato de sus vivencias propias, en Colombia.

Pero ahora no todo es optimismo. «Para la comunidad internacional no es fácil entender que la mayoría de los colombianos vea el fin de una confrontación tan larga y violenta con más miedo que esperanza», se lee en las páginas de la revista Semana que, los días cercanos al festival, mostraba en su portada los rostros de Santos y Rodrigo Londoño, ‘Timochenko’, el dirigente de las FARC que ahora se perfila como candidato a la Presidencia.

Esa guerrilla entregó 7.132 armas individuales, según la Misión de la Organización de las Naciones Unidas en Colombia, que certificó su desarme total en junio de 2017.

Todos los índices de violencia se han reducido en Colombia (el proceso de paz previno al menos 2.796 muertes, afirma el Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos-Cerac) y eso hace posible que  haya espacios para la cultura y el turismo. El 16 y 17 de diciembre, al sur del país, también se realizó el IV Nariño Vive Underground Fest, en La Cruz, una localidad de clima cálido donde se presentaron 22 grupos ante dos millares de personas.

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 El hombre que se ha sentado bajo una carpa del Festival del Diablo se llama Daniel Garro y lleva un cinturón hecho con balas falsas y cuando se le habla sobre el conflicto dice:   «Esa vaina es lo peor de Colombia, hermano, eso y los políticos corruptos». La mujer que está a su lado, Laura Clavijo, adornó la manga descosida de su camiseta con una fila de alfileres y se queja de que un grupo de excombatientes aspire a llegar a cargos públicos: «Imagínese, como si fuéramos a votar por esa gente». Óscar Romero se rasca debajo de la melena y sostiene que «la violencia solo debe estar en el arte, ¿si  pilla?».

Pese a su estética bélica, sus múltiples representaciones de la muerte y lo diabólico, los metaleros tienen claro que están en contra de las armas. Desde fines de la década de los setenta el uso del color negro fue su forma de guardar luto por víctimas de conflictos con los que no estaban de acuerdo, como la Guerra de Vietnam.

El eco de las proclamas de Black Sabbath cruzó fronteras, se extendió a otras lenguas y, claro, fue la respuesta a otras guerras. Entre 1978 y 2015, las FARC-EP, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y grupos paramilitares dejaron 53.633 víctimas en Colombia. Por esa época oscura, las bandas Under Threat, Sagros, Soulburner, Absolution Denied, Chite, Ataque de Pánico y Patricio Stiglich Project continuarán haciendo su particular llamado a la paz en ese país y todas participaron en el Festival del Diablo.

En Colombia, decenas de miles de rockeros prefieren escuchar las vertientes más duras del metal. Thrash, death, black metal, cuya iconografía es más oscura que la del hard rock inventado en las playas de Los Ángeles, California. Esos sonidos están a tono con sus convicciones, que tienen que ver con la paz –aunque casi nunca la nombren–, esa paz que está por construirse en el país que sobrevivió a la guerra más larga del continente.

Festival

- Bogotá, más segura. Los organizadores están satisfechos con las cifras del concierto que soñaron crear desde que eran adolescentes. El proceso de paz influye mucho en que eventos de esta naturaleza crezcan en el país vecino, piensa el músico español Alfonso Pinzón.

- 14 mil rockeros han asistido a las tres ediciones del Festival del Diablo, que en 2015 se hizo en un teatro.

- Un escampado sonoro.  La Calera está a 18 km de Bogotá. El sitio donde se hace el Festival del Diablo es la entrada al departamento de Cundinamarca. Acoge a motociclistas y está lleno de miradores de la ciudad. (I)

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