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Víctor Jara, canto y militancia

Víctor Jara, canto y militancia
27 de enero de 2013 - 00:00

Jorge Basilago

A mediados de 1960, una compañía teatral de la Universidad de Chile llegó en gira hasta Cuba.

La revolución caribeña apenas comenzaba a caminar y a dos actores chilenos les ofrecieron la posibilidad de entrevistarse con su líder, Fidel Castro. Aquellos jóvenes no demoraron un minuto en dar una respuesta afirmativa, aunque la espera por el comandante se hizo una demora interminable, primero, y frustración, más tarde.

Pero la leyenda cuenta que, cuando ya pensaban en el regreso sin resultados, se abrió la puerta de la sala donde aguardaban y apareció un hombre uniformado, con un rostro que les recordó a ciertas fotografías de Alberto Korda.
    
    “Vengo a decirles que Fidel no podrá verlos -anunció el recién llegado-. Si yo puedo hacer algo por ustedes, o quieren que conversemos, me encantaría... Me llamo Guevara, pero todos me dicen el Che”. La reunión con el héroe de Santa Clara transcurrió amena y encendida.

Fueron y vinieron preguntas y noticias, del Caribe al Cono Sur. Luego, alguien acercó una guitarra y uno de los actores tocó varias canciones de su tierra.

“Tú debes cantar para tu pueblo”, fueron, según algunos testigos, las admiradas palabras del guerrillero antes de despedirse.   

Ese actor se llamaba Víctor Jara y no podía, no sabía o no quería -o todo ello al mismo tiempo- ofrecerle su talento a nadie más que a su pueblo. Porque de sus capas más humildes provenía. Pero sus intereses de entonces estaban centrados en las tablas, no en la música. La Escuela de Teatro de la Universidad de Chile lo había formado y rescatado de la intemperie, cuando orillaba los 20 años y no tenía casa ni parientes que lo cobijaran.

En aquel lugar, a su destino de niño pobre, hijo de un matrimonio campesino sin tierra propia, se le borronearon para siempre los presagios de miseria y marginalidad. Sólo el arte podía dibujarle las alas necesarias para eludirlos. Y también la buena memoria que conservara siempre fresco el recuerdo de sus orígenes.

Primeros acordes  

Víctor fue el cuarto de seis hermanos. Manuel, su padre, era un labrador analfabeto que antes de abandonar a la familia, apenas alcanzó a enseñarle el duro oficio de abrir surcos y parir verdores en campo ajeno. “Igualito que otros tantos / de niño aprendí a sudar, / no conocí las escuelas, / ni supe lo que es jugar. / Me sacaban de la cama / por la mañana temprano. / Y al laíto emi papá / fui creciendo en el trabajo”, evocaría años después en su canción El hombre es un creador. 

Aunque, para ser precisos, sus hermanos y él conocieron las escuelas gracias al esfuerzo y la decisión materna. Amanda sabía leer y escribir y soñaba con que alguno de sus hijos llegase a la universidad.

Cantora popular, muy requerida para animar casamientos o mitigar las penas en los velorios, la mujer solía llevar a Víctor con ella a sus presentaciones. Pero no le enseñó a tocar la guitarra, quizás por temor a que dejara los estudios. Le inculcó, eso sí, la rigurosidad como norma: a pesar de su corta edad, cuando intentaba cantar con ella, le recriminaba su poca entonación. El pequeño, aplicado, creció en la convicción de que el canto era cosa seria.

Los primeros acordes de guitarra los aprendió de un maestro rural. Más tarde, ya en los empobrecidos arrabales de Santiago, un muchacho llamado Omar Pulgar lo ayudó a progresar otro poco en el manejo del instrumento. Aunque nunca dejaría de tocar “como un campesino, arrastradamente”, según afirmaba Alejandro Reyes, uno de los fundadores del grupo folclórico Cuncumén al que el futuro cantor se integró en su juventud. 

Ya sin su marido, Amanda había llegado hasta la capital chilena con sus hijos en busca de mejores posibilidades económicas y educativas. Pero poco después falleció a causa de un ataque cardíaco, los hijos se dispersaron y Víctor quedó a la deriva, sin posibilidades de continuar sus estudios y sin saber muy bien qué rumbo tomar.

Decidió ingresar al seminario de los Redentoristas de San Bernardo, porque él quería cantar y le comentaron que allí había un coro. Permaneció dos años con los religiosos, con quienes perfeccionó su técnica vocal e instrumental y descubrió el canto gregoriano, pero al mismo tiempo comprobó que no tenía vocación de sacerdote y optó por abandonar aquel lugar.   

“Pasé del convento al regimiento”, bromeaba Víctor, porque tras dejar el seminario lo llamaron enseguida al servicio militar.

Eso le garantizó otro año bajo techo, aunque, al cumplir su plazo, la historia regresó al principio. Volvió a vagar por las calles santiaguinas en busca de alguna pista que le señalara un camino, y la encontró pegada a un poste de alumbrado: el Coro Universitario probaba nuevas voces.

Se presentó, quedó seleccionado como tenor y debutó casi de inmediato en una puesta coreográfica de Carmina Burana, en la que también participó el Ballet Nacional.

Director teatral

Inquieto y ansioso de probar todas las frutas que el árbol universitario le ofrecía, luego pasó por la compañía de Pantomima; se fue al norte con varios compañeros del coro para recopilar canciones tradicionales; y, finalmente, rindió el examen de ingreso a la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile.

Como seguía sin tener vivienda, al final de cada jornada fingía marcharse pero se ocultaba y dormía en algún rincón de la escuela.

Lo hizo hasta que el director se compadeció de sus dificultades, y le reconoció su condición de buen alumno otorgándole una beca en efectivo. Con esa pequeña suma, pudo alquilar un cuarto para vivir y amplió un tanto su “dieta” habitual, que consistía en pan negro, quesillos y leche. A veces comía “de incógnito” en la pensión donde vivía el actor Nelson Villagra, compañero de estudios y buen amigo suyo.  

“Nos acercaron tres cosas en el primer momento: la soledad, la guitarra y la pobreza de estudiantes”, recordaba Villagra, oriundo de la zona rural de Chillán al igual que Víctor.

Los intereses y el origen comunes los llevaron a crear un dúo folclórico, Los Peones de Tierra Larga, y hasta dedicaron unas vacaciones a la recopilación musical en la provincia de Ñuble. Pero el dúo apenas llegó a grabar una prueba en estudios y se disolvió por decisión de Nelson, menos apasionado que su amigo por la canción popular.

Poco después de graduarse como director teatral, Víctor no tardó en destacar entre los nuevos talentos de la escena de su país.

Su curiosidad y la búsqueda de un lenguaje dramático que se afirmara en la cultura chilena le valieron varios premios, críticas positivas y la posibilidad de girar por América Latina y Europa con algunas de las obras montadas por él.

Pero tal vez el reconocimiento más importante fue su nombramiento como miembro permanente del equipo de directores del Instituto de Teatro de la Universidad de Chile (ITUCH), cargo que significaba un salario fijo y la resolución de algunas estrecheces en su vida. Hijo del rigor y el esfuerzo, como director fue exigente pero comprensivo.

Guiaba con suavidad a sus actores para descubrir las tonalidades más profundas de un personaje, y lograba de ellos performances expresivos completamente inusuales.

Primera canción

Claro que a la par de su crecimiento en este terreno, aumentaban también sus inquietudes y necesidades de manifestarse a través de la canción

Por esos días, en la segunda mitad de la década de 1950, se integró como solista al grupo folclórico Cuncumén. Este conjunto trataba de romper con ciertas prácticas muy arraigadas en la música tradicional chilena, tanto en lo artístico como en lo político. Por empezar, se presentaba ante auditorios obreros y sindicales, y por eso mismo las letras de sus canciones reflejaban las luchas de los trabajadores en lugar de la habitual visión patronal.

Víctor, recién afiliado al Partido Comunista Chileno, no podía hallarse en mejor lugar.  

Gracias a su formación teatral, realizó notables aportes para mejorar la presencia escénica del conjunto y la representación de las canciones y danzas en sus espectáculos.

Con Cuncumén grabó sus primeros discos y realizó una prolongada gira por Asia y Europa del Este. Durante ese viaje compuso su primera canción, Paloma quiero contarte, dedicada a la bailarina y coreógrafa Joan Turner, con quien pronto formaría una familia: “Paloma, quiero contarte / que estoy solo, que te quiero, / que la vida se me acaba / porque te tengo tan lejos. / Palomita, verte quiero”. 

Al igual que los versos para su compañera, muchos de sus intentos iniciales como autor de canciones fueron de corte vivencial o sentimental. Pero no le resultaban satisfactorios.

En su mente resonaban las palabras de Violeta Parra, a quien conoció casi al mismo tiempo de sumarse a Cuncumén. La cantora y artista plástica, famosa por su carácter a veces hosco, no sólo lo alentó a profundizar su camino musical, sino que escribió dos canciones exclusivamente para que él las grabara con el conjunto.

Y además lo premió con una lección que guiaría sus pasos para siempre: ningún cantor popular debía olvidar los padecimientos de su gente para cantarle solamente al amor, la luna o las estrellas.

Hijas de la realidad

Desde aquel momento, casi todas sus composiciones serían hijas de la realidad y las urgencias políticas o sociales. Ya en su última grabación con Cuncumén aparece Canción del minero, donde Jara refleja la opresión que vivían los obreros del carbón en Lota: “Voy, vengo, subo, bajo, / todo para qué, / nada para mí, / minero soy, / a la mina voy, / a la muerte voy, / minero soy”. Empezaba a convertirse en un cantautor, aunque el teatro todavía ocupaba la mayor parte de su tiempo.

Tras abandonar Cuncumén, grabó un par de discos simples como solista y conoció por primera vez la censura. Curiosa paradoja, el exseminarista se ganó la animadversión de la iglesia católica no por una creación propia, sino por una tonada tradicional que había recopilado. Se llamaba La beata: “Estaba la beata un día / enferma del mal de amor / y el que tenía la culpa / era el cura confesor”, decía la picaresca letra cuya difusión radial fue prohibida.  

Por entonces, Víctor se presentaba en la peña Los Parra -creada por Violeta, junto con sus hijos Isabel y Ángel-, experiencia que según él le dio “alas para componer e ir madurando como intérprete”. Allí tocaba además otras canciones suyas que todavía no habían llegado al disco, pero ya marcaban la creciente politización de su obra.

Entre ellas estaban El arado y ¿Qué saco rogar al cielo? Al escucharlas está claro que hacía folclore, pero de un modo bastante peculiar. Con la guitarra nunca fue un virtuoso, sino un experimentador lleno de curiosidad y deseos de probar nuevas herramientas.

“Parte de su equipaje armónico parece venir del folclor, pero desarrollado creativamente por Víctor; posturas tradicionales de nuestros cantores populares, ya bastante raras, Víctor las transportaba a otros contextos o las reproducía en las partes más insospechadas de la guitarra.

El uso de las séptimas, propias del jazz y el bossa, es frecuente en sus canciones, y es difícil encontrarlas en otros creadores chilenos de esa época”, sostiene el comunicador chileno Álvaro Godoy.  

Entre finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, Jara colaboró con otras dos agrupaciones fundamentales de la música popular de su país: Quilapayún e Inti-Illimani. De los primeros fue director artístico y grabó con ellos Pongo en tus manos abiertas, un disco esencial dentro de su trayectoria.

En él se afianza su enfoque sobre la realidad más inmediata y aparecen obras como Ya parte el galgo terrible (sobre poema de Pablo Neruda), Preguntas por Puerto Montt (referida a una masacre de campesinos sin tierra en esa ciudad) y la conmovedora Te recuerdo, Amanda.

Con Inti-Illimani, en cambio, su colaboración no fue tan cercana.Los miembros del grupo le pidieron asesoramiento en distintos aspectos de su trabajo sobre el escenario, y simultáneamente hubo participaciones recíprocas en las grabaciones de uno y otros. Pero ambas partes mantuvieron su independencia artística.

“El Negro (por Jara) era una persona llena de dudas, de todo tipo. Eso lo hacía muy humano y al mismo tiempo muy querible. Nunca estaba seguro de lo correcto o lo mejor en el plano artístico, político o existencial y siempre preguntaba, planteaba alternativas”, lo describe Jorge Coulon, uno de los fundadores de Inti-Illimani.

Canto y militancia

En su búsqueda permanente de opciones lo encontró el triunfo electoral de Salvador Allende, candidato presidencial de la coalición de izquierda Unidad Popular, en 1970.

Feliz como pocos por esa victoria, decidió dejar el teatro para dedicarse por completo al canto y a la militancia.

Pese a ser un artista de renombre ya internacional, allí donde el nuevo gobierno lo requería, Víctor se hacía presente: fue la cara y la voz de la Unidad Popular en el exterior, pero también en las minas de cobre y carbón, en los mítines populares, en las manifestaciones, en los sindicatos... “Yo soy un trabajador de la música, no soy un artista.El pueblo y el tiempo dirán si yo soy artista”, se definía.

Un claro ejemplo de su comunión con el pueblo, y en especial con sus sectores más empobrecidos, fue la edición del disco La Población en 1972.

Este trabajo conceptual, el último con creaciones propias que presentó en vida, se centra en historias -individuales o colectivas- de algunos barrios populares de Santiago. Similares a los que él supo habitar y recorrer en su adolescencia y juventud. De la investigación y las charlas que Víctor mantuvo con los pobladores, surgieron canciones referidas a las tomas de tierras, al esfuerzo y las penurias que atravesaban las familias obreras para conseguir su techo y su comida, y también a los sueños y las muertes tan injustas como evitables de los niños del lugar.  

Por otro lado, el filo de su ironía no perdonaba tampoco a la burguesía local, para la que un poco antes compuso Las casitas del Barrio Alto (adaptación de Little Boxes, del estadounidense Pete Seeger). Y castigaba a la indecisión política de algunos partidos tradicionales, que no apoyaban el proceso de cambios que promovía la Unidad Popular: “Arrímese más pacá, / aquí donde el sol calienta, / si usté ya está acostumbrao / a andar dando volteretas / y ningún daño le hará / estar donde las papas queman”, incita en Ni chicha ni limoná.  

Sus letras, tan honestas como llanas, seguramente no alcanzaron el vuelo poético de otros cantautores de la época. El propio Jara comprendía las limitaciones de su arte, aprisionado por decisión propia en la estrecha camisa de la inmediatez militante. Pero jamás cantó nada que no respaldara con su propia actitud ética ante la vida.

Y es difícil encontrar otro artista, antes o después, con semejante nivel de compromiso. Si tomaba la guitarra para entonar Qué lindo es ser voluntario, no se trataba de retórica vacía: acto seguido podía vérselo acarreando sacos de alimentos para cargar un camión; o transportando obreros a sus lugares de trabajo en su modesta citroneta, cuando el bloqueo de los empresarios transportistas amenazaba derrumbar el gobierno de Allende.

“Yo no canto por cantar / ni por tener buena voz, / canto porque la guitarra / tiene sentido y razón. / Aquí se encajó mi canto, / como dijera Violeta, / guitarra trabajadora / con olor a primavera” afirma a toda garganta en su tema Manifiesto.  

A causa de sus convicciones se lo consideraba peligroso. Por eso cuando el golpe militar finalmente ocurrió, algunos de sus esbirros lo buscaron para torturarlo y asesinarlo, apoyados en ese hermano menor de la cobardía que se llama ensañamiento. Su cuerpo -que se salvó, de milagro, de terminar en una fosa común como NN- tenía al menos 44 balazos, las manos destrozadas a golpes de culata, varios huesos rotos y laceraciones diversas. La sola mención de su nombre fue prohibida, igual que la difusión de sus discos y hasta el “subversivo” término “compañero”.

Así trataron los asesinos de cubrir su pista, con un pacto de silencio atemorizado y atemorizante que duró casi cuarenta años. La misma edad que Víctor Jara tiene todavía en la memoria de su pueblo, en sus canciones y en los versos de sus compañeros.

Canto por la justicia

Un canario ensangrentado,
un gorrión de huesos rotos,
un zorzal sin alboroto
fue su cuerpo acribillado.
De sus dedos machacados,
de su boca destruida
se escapó la voz herida
y se echó a volar al mundo
y ahora canta tan profundo
Víctor Jara ya sin vida.
(Patricio Manns – Muerte y Resurrección de Víctor Jara).

Datos

Víctor Jara fue asesinado el 16 de septiembre de 1973 en el Estadio Chile, que hoy lleva su nombre como homenaje. Le faltaban algunos días para cumplir 41 años. Hasta 2009, se supo poco y nada sobre la identidad de sus torturadores y asesinos. A fines de ese año se abrió una causa judicial con nuevos testimonios, que señalaron a ocho represores como responsables por el crimen del artista.

Como autores materiales están procesados los exoficiales Hugo Sánchez Marmonti y Pedro Barrientos Núñez; mientras que en carácter de cómplices figuran Roberto Souper Onfray, Raúl Jofré González, Edwin Dimter Bianchi, Nelson Hasse Mazzei, Luis Bethke Wulf y Jorge Smith Gumucio.

En su canción Canto libre, de 1970, Jara escribió: “Mi canto es una cadena / sin comienzo ni final, / y en cada eslabón se encuentra / el canto de los demás”. Hoy, esa cadena está a punto de cerrar el calabozo de sus asesinos.

 

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