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Svetlana Alexiévich: El mundo es tu voz

Svetlana Alexiévich: El mundo es tu voz
06 de junio de 2016 - 00:00 - María Fernanda Ampuero. Escritora

Flaubert se llamaba a sí mismo la pluma humana: yo diría que soy un oído humano. Cuando camino por la calle atrapo palabras, frases y exclamaciones, siempre pienso “¡cuántas novelas desaparecen sin dejar rastro!”.

Svetlana Alexiévich, discurso de aceptación del Premio Nobel

Hoy, 31 de mayo, es su cumpleaños. Cumple 67. Así que quisiera que esto que escribo fuera una tarjeta de felicitación. O algo por el estilo. Una carta, la carta que he deseado escribirle desde que la leí por primera vez y cambió mi forma de ver mi oficio. Ese día, Svetlana, el día en el que la conocí aquí en Madrid, llevé Voces de Chernóbil todo el tiempo en la cartera. Su lomo tan sucio, sus páginas tan manoseadas, cada espacio en blanco lleno de anotaciones. Ahora lo busco, abro al azar:

A veces una tiene ganas de ponerse a soñar. Soñar que en un futuro no lejano cerrarán la central de Chernóbil. La derruirán. Y la plaza que se forme en su lugar la convertirán en un verde prado. (Slava Konstantínovna Firsakova. Doctora en ciencias agrícolas).
Voces de Chernóbil

Usted es pequeña, Svetlana, y además se encorva un poco al andar, pero el silencio que se hizo cuando entró en la sala de conferencias del Aspen Institute, que organizó la rueda de prensa, fue enorme. Todos nos dimos la vuelta para ver entrar a esa mujer compactita —usted— de colores castaños, de cobre: el pelo, la chaqueta, la cartera, el pantalón, que sonreía con algo que quizás se confundía con timidez, pero no era más que cansancio, jet lag. ¿Usted es tímida Svetlana? No es posible que lo sea. Ha estado con todas esas personas y ellos y ellas le han contado todas esas cosas.

Abro La guerra no tiene rostro de mujer, su libro sobre la participación de las mujeres soviéticas en la Segunda Guerra Mundial. Leo.

¡Cómo nos recibió la patria! No puedo contarlo sin llorar… Han pasado cuarenta años, pero incluso ahora me arden las mejillas. Los hombres no abrían la boca y las mujeres… Nos gritaban: “¡Sabemos lo que estuvisteis haciendo allí! Os insinuasteis a nuestros hombres con vuestros chochos jóvenes. Sois las putas del frente… Perras militares”. Los insultos no faltaban, el ruso es rico. (Klavdia S-va. Francotiradora).

La guerra no tiene rostro de mujer

Otra página del mismo libro:

No me pregunte más… No me gustan los libros sobre guerras. Sobre héroes… Estábamos todos hechos una ruina, tosiendo, sin dormir, sucios, mal vestidos, así éramos. A menudo hambrientos… Pero ¡ganamos la guerra! (Liubov Ivánovna Lúbchnik. Comandante de la escuadra de ametralladoras).

La guerra no tiene rostro de mujer

Usted escribe sobre el comunismo, la Segunda Guerra Mundial, Chernóbil, Ucrania, Bielorrusia, Afganistán, pero, en realidad, escribe sobre todos nosotros, sobre la condición humana: las pérdidas, el amor, el esperar, el creer, el morir. En una porción mínima del mundo, usted revela el mundo entero. No es fácil, lo dijo en Madrid.

No soy fuerte, he visto de todo, me he desmayado. Mi capa de protección está perforada.

Entonces hablaba de la guerra de Afganistán, cuando la llevaron a ver qué era lo que quedaba de un hombre después de un bombardeo. Medio cubo de hombre pegado a la tierra: eso queda. Usted creía que lo soportaría, pero se desvaneció. Cayó a la tierra como los soldados muertos.

Pero también dijo una cosa muy importante. Una cosa sobre el valor.

Si abres el corazón de una persona, no puedes echarte a llorar. Tienes que terminar tu trabajo.

¿Cómo no llorar, por ejemplo, ante la recién casada y su marido que estuvo de liquidador la primera noche asesina de Chernóbil?

Él empezó a cambiar. Cada día me encontraba con una persona diferente a la del día anterior. Las quemaduras le salían hacia fuera. Aparecían en la boca, en la lengua, en las mejillas… Primero eran pequeñas llagas, pero luego fueron creciendo. Las mucosas se le caían a capas… como si fueran unas películas blancas… El color de la cara, y del
cuerpo… azul…, rojo…, de un gris parduzco. Y, sin embargo, todo en él era tan mío, ¡tan querido! ¡Es imposible contar esto! ¡Es imposible escribirlo! ¡Ni siquiera soportarlo!...(…). ¡Lo quería tanto! ¡Aún no sabía cuánto lo quería! Justo nos acabábamos de casar… Aún no nos habíamos saciado el uno del otro… Vamos por la calle. Él me coge en brazos y
se pone a dar vueltas. Y me besa, me besa.
Y la gente que pasa ríe. El curso clínico de una dolencia aguda de tipo radioactivo dura catorce días… A los catorce días, el enfermo muere… (Liudmila Ignatenko.
Esposa del bombero fallecido Vasili Ignatenko).

Voces de Chernóbil

Usted no se echó a llorar, Svetlana, usted lo recogió. Luego se retiró a su casa a escribirlo. Diez años para cada libro. Cientos de entrevistados, miles de horas de grabación y transcripción. Luchar contra la censura y la política. ¿Qué hace, Svetlana? ¿Por qué quiere que los héroes de guerra se vean como seres humanos? ¿Por qué quiere que se sepa que mandamos a los rusos a morir como animales a Afganistán? ¿Por qué le interesan las historias de las mujeres que están llenas de cursilería y sentimentalismo?

Para comprender, responde usted:

No sólo a los rusos, sino a los seres humanos.

Y por buscar la verdad, la que cada uno grita o calla, la que queremos que nos pregunten, la propia.

Alguien le dijo mientras lo entrevistaba “esto que te digo jamás lo publicarás”, y usted respondió:

Si no incluyo su voz, no va a ser verdad.

Por eso a los poderosos no les gustan sus libros. Por ejemplo Los muchachos de zinc, sobre la presencia rusa en Afganistán:

Afgán no es ninguna novela, no es una aventura. Ves en el suelo a un campesino muerto: cuerpo flacucho y manos grandes… Cuando te están bombardeando pides (no sé a quién se lo pides, supongo que a Dios) que la tierra se abra y te oculte. Que la roca se abra… Los perros aullaban. Los lastimosos aullidos de los perros detectores de explosivos. A ellos también los mataban, los herían. Hombres muertos, perros muertos, perros y hombres vendados. Hombres sin piernas, perros sin patas. Sobre la nieve no hay modo de distinguir qué sangre es humana y cuál es de perro. (…) El hombre es capaz de conquistar el cosmos, pero las personas se matan entre ellas exactamente igual que hace miles de años. Con balas, con cuchillos, con piedras. (Soldado. Infantería motorizada).

Los muchachos de zinc

Sus libros, Svetlana, son una polifonía de la humanidad, el coro con el que hablan las madres que han perdido a sus hijos en la estupidez de la guerra y los jóvenes que, aunque regresaron, nunca volvieron del horror y los que vieron su tierra, su aire, su agua convertirse en veneno en Chernóbil y los que creyeron en que el socialismo los salvaría y salvaría al mundo.

Sus libros, Svetlana, hablan de monstruos y de ángeles. De quiénes somos cuando nos enfrentamos a lo más extremo. Lo que la historia, la de los libros de toda la vida, suele omitir: ¿Qué se siente? ¿Qué es lo que te permite seguir siendo humano incluso en el infierno? ¿Cómo vuelve un soldado a dormir en su cama después de haber matado? ¿Cómo puede alguien vivir en los alrededores de Chernóbil sabiendo que todo está envenenado?

Ante eso que le responden, claro, usted agacha la cabeza. Calla, escucha.

Una no puede seguir siendo premio Nobel cuando te cuentan cosas como esas.

Una no puede menos que adorarla después de escucharle decir cosas como esas.

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