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Roy Sigüenza, el afecto y la materia

Roy Sigüenza, el afecto y la materia
27 de junio de 2016 - 00:00 - María Auxiliadora Balladares

Nadie hasta ahora ha determinado lo que puede un cuerpo.

Baruch Spinoza

En los poemas de Cuatrocientos cuerpos (2009), Roy Sigüenza (Portovelo, 1958) reconstruye el estar en el mundo de un yo poético voluntariamente expuesto tanto a las experiencias físicas en el amor, como a una intensa percepción del mundo material. El título del libro ha sido tomado de un fragmento del poema de Jaime Gil de Biedma, ‘Pandémica y celeste’ que reza: «Para saber de amor, para aprenderle,/ haber estado solo es necesario./ Y es necesario en cuatrocientas noches/ —con cuatrocientos cuerpos diferentes—/ haber hecho el amor». Los cuerpos amados que se recrean en este libro están a la mano del yo poético, gracias a una suerte de memoria de los sentidos. Este dibuja con laconismo esos cuerpos y también los espacios en los que se dio el amor; sin embargo, no es en la recreación memorística de la materialidad corporal en donde Sigüenza logra el poema, sino en el devenir de los sujetos poéticos, en las nuevas y constantes asociaciones momentáneas —entre personas, cosas y animales— que los poemas suscitan. Estos devienen el cuerpo amado del otro; devienen, asimismo, el mundo material y animal que es marco del amor en este libro.

Parto por plantear que, en la poesía contemporánea del Ecuador, la obra de Sigüenza esboza un particular mapa de afectos. Entendemos por afecto, siguiendo a Deleuze y Guattari, la posibilidad de afectar y de ser afectado. El foco de la poesía de Sigüenza es el amor homosexual, pero lo queer en su obra no solo esboza una sexualidad que rompe con el binarismo de la heteronormativa, es decir, no se trata estrictamente de dar cuenta de la potencia de afecto de la experiencia homoerótica. Aquí quisiera proponer que Sigüenza da una vuelta de tuerca: logra, en buena parte de sus poemas, mostrar lo queer del mundo material que lo rodea. Para ahondar en esta idea de ‘la potencia queer de las cosas’, más adelante, me acercaré a las reflexiones de un interesante ensayo de Jeffrey J. Cohen, titulado ‘Queering the Inorganic’.

Si bien el erotismo de los sujetos poéticos afecta los objetos, también ocurre el movimiento contrario: los objetos del mundo afectan a los sujetos poéticos y las formas de su erotismo. Deleuze y Guattari se refieren al hecho de que el artista es generador de afectos. Aquí quisiera detenerme en las estrategias poéticas a través de las cuales, en este corpus, Sigüenza construye su mapa afectivo. El yo poético es sujeto deseante y sujeto deseado a la vez. Esa doble circulación del deseo es parte de un entramado en donde cuerpos humanos, animales, piedras y parques se revelan como actores fundamentales de un universo poético.

El libro abre con ‘Piratería’, un poema brevísimo:

Iré qué importa

Caballo sea la

noche.

La tríada sobre la que este se construye la conforman el yo poético, la imagen del caballo y la noche. Se establece una relación en red por la que es posible el flujo de una intensidad entre los tres. El uso del subjuntivo ‘sea’ denota el deseo del yo poético de que la noche devenga caballo. Esta imagen, la del caballo, que en la tradición literaria popular en lengua española suele simbolizar la potencia sexual masculina, en el poema sugiere también una manera particular de vivir y deambular en la noche, de ser la noche misma. Con todo lo que esto implica en el ámbito de lo libidinal, el yo poético asume en su propio ser el vigor del caballo, deviniendo animal. La noche es caballo y es yo poético. El yo poético es noche y es caballo. «[L]os afectos ya no son sentimientos o afecciones, desbordan la fuerza de aquellos que pasan por ellos […] Los afectos son precisamente estos devenires no humanos del hombre» (Deleuze y Guattari, Percepto, afecto y concepto). Esta reflexión nos ayuda a comprender que es en la vinculación tripartita que plantea el poema —noche/caballo/yo poético— que surge el afecto. Es la potencia del afecto la que arrastra al lector que se identifica con ese devenir. El yo poético se abre en el gesto de recibir la noche imprevisible y, asimismo, él es lo imprevisible de la noche.

Hallazgo en Nubia’, el segundo poema del libro, está escrito en prosa y entre comillas. La voz poética reproduce un texto al parecer ajeno que se refiere a la localización de los fragmentos de una escultura de mármol: la cabeza de un efebo y de parte de su torso. Nos ofrece una descripción de lo que el escultor logró con la piedra: «Tanta vivacidad que más de uno de los descubridores habló del fuego de su mirada y de la calidez de su sonrisa». A través del cincel y la mano del artista, la piedra ha adquirido un aspecto que cumple con las formalidades del trazo escultórico, pero que además posee una cualidad que no se puede  explicar en función de la simetría o de la perfección técnica. ‘Fuego’ y ‘calidez’ son palabras que en alguna medida expresan la naturaleza de esa cualidad. En este caso, el escultor es el que ha logrado producir afecto. Ese es el artista con ángel, o con duende, tal como nos enseñó García Lorca. Para Deleuze y Guattari, producir afecto en un texto es producir un monumento. Y no es necesario que sean textos extensos y grandilocuentes para que sean monumentales, pueden ser poemas brevísimos y lacónicos, como ‘Piratería’, al que nos referimos anteriormente. En el caso del efebo, es apenas el fragmento de una escultura. Esa piedra que existirá —a partir de su descubrimiento— incompleta, rota, es un monumento, en tanto logra crear afecto.

En el poema se supone que la obra fue esculpida en el año II del siglo IV antes de Cristo, «cuando era común el amor entre los hombres, y la pasión no discriminaba los sexos; sólo ardía». El fuego y la calidez del rostro del efebo cobra un nuevo sentido: la pasión que arde no discrimina, y por eso es posible arder en el amor entre hombres. Si bien la voz poética aquí tiene un rol más bien enigmático y es difícil para el lector caracterizar al yo poético, al leer el poema resulta casi inevitable volver al mito de Pigmalión. Como señala Jeffrey J. Cohen, la agalmatofilia o pigmalionismo, que es la atracción sexual por las estatuas, ha sido largamente etiquetada como una atracción sexual «desviada». En ese sentido alguien podría considerarlo un amor queer; pero, en el caso de Pigmalión, al convertirse Galatea en mujer, se reproduce el binarismo heterosexual al pie de la letra. A diferencia del mito griego, en el poema de Sigüenza se sugiere, por el tono con el que describen la escultura, que el efebo despierta una fuerte atracción en sus descubridores. La escultura aquí se inserta en el ámbito de lo queer, por ser piedra y por ser el retrato de un hombre cuyo fuego y calidez atraen, afectan, a otros hombres.

En su ensayo ‘Queering the Inorganic’, Cohen se plantea la pregunta de si es factible referirse a un potencial queer de las cosas; si es posible no solamente un queer no/humano que contemple a las sustancias orgánicas, es decir flora y fauna, sino también un queer in/orgánico. Responder a la pregunta que plantea Cohen no es precisamente el fin de este trabajo, pero esta resulta muy sugerente en el camino que quiero seguir: En Cuatrocientos cuerpos, se encuentran algunas alusiones a cuerpos de agua, el río y el mar, concretamente. Por ejemplo, en el poema ‘Bañistas’, el río «baja la colina agitando apenas sus alas transparentes./ Nada parece transcurrir y sin embargo Amor palpita». Los bañistas con su gozo lo tocan todo, el río, la pradera, las partes de unos y otros: «el viento de su deseo se abre campo entre las llamas y agita sus cuerpos». En este poema, los hombres afectan el agua con su Amor y su alegría; y aunque la agencia del río es mínima, el ritmo de sus aguas también los convoca, por algo buscan ese elemento para consumar el amor.

En esta misma línea, en el poema ‘Marina’, el sujeto poético camina hacia la orilla en una playa. Se ha mencionado sobre él, que lleva «[e]strellas en sus manos,/ en su cuerpo oro». Este sujeto —a los ojos de la voz poética— brilla, refleja luz, y después de su encuentro con el mar, «se tiende [feliz] en la arena». El agua, como las piedras, es sustancia inorgánica, y como tal tiene «potencialidades que son solamente suyas, independientemente de la agencia humana» (Cohen).

Asimismo, la Teoría del Actor-Red esbozada por Bruno Latour reconoce un rol preciso a los no-humanos. Estos «deben ser actores y no simplemente los infelices portadores de una proyección simbólica» (Reemsamblar lo social). El contacto entre el hombre y el mar no solo implica que con su presencia el primero afecte el paisaje marino —generando, por ejemplo, ondas en el movimiento del agua, rompiendo con su cuerpo el arco de las olas—. De hecho, en el poema, hay una elipsis entre el momento en el que el hombre se acerca a la orilla y el momento en que retorna y se acuesta en la arena. Esta supresión o salto hace que, para el lector, el énfasis recaiga en cómo el contacto con el mar afecta al hombre, acentuando, en este caso, un estado de ánimo. El agua salina limpia, purga, cura. Después del chapuzón él deviene «un fruto de la dicha,/ una respuesta feliz». El mar es el espacio menos intervenido por la mano del hombre. Es el espacio liso por excelencia, a diferencia de la tierra —en sus versiones del campo y la ciudad— que es espacio estriado, radicalmente intervenido. Esa capacidad del mar para resistir es también elocuente. Todo lo que un hombre común no sabe del mar termina también ejerciendo una profunda atracción. Atracción tan poderosa que la vida entra en juego, como evidencia este otro verso del libro: «El frágil cuerpo de un bañista envenenado por la espuma».

Ese dejarse tocar por el mundo y las redes de afectos que plantean estos poemas nos permiten pensar los cuerpos en Sigüenza en los términos que propone Gayle Salamon en Assuming a body. Ella menciona que «[e]l cuerpo, que parecería ser de forma total un fenómeno interno, un circuito internamente discreto, en realidad se construye a través de una serie de imágenes, identificaciones y relaciones sociales [...] Tanto el cuerpo como la psiquis se caracterizan por su ‘labilidad’ [esto es, por su predisposición al cambio] más que por su habilidad para contener». Me parece que estos poemas logran dar cuenta de eso, de la labilidad de los cuerpos. Y, en esa labilidad, lógicamente, se erige una ética, que podríamos llamar la ética del devenir. Los cuatrocientos cuerpos de este poemario mutan incesantemente; Sigüenza pone el acento en dibujar cuerpos «a salvo del orden», a salvo de los esquemas de los otros.

En ese sentido, no hay forma de aprehenderlos para adjudicarles una posición o una postura rígida, determinante. Salamon nos refiere una reflexión de Merleau-Ponty que perfila muy bien la forma en que los cuerpos evaden los estados invariables:

En Lo visible y lo invisible, [Merleau-Ponty] habla sobre lo que ocurre cuando froto mis manos. Pasa que alterno entre sentir mi mano al tocar mi otra mano y sentir mi mano al ser tocada por mi otra mano. Así, hay dos estados distintos y separados: mi mano que toca y mano tocada, y mi concien cia oscila entre ambos. Una de las cosas que el psicoanálisis siempre me ha ayudado a pensar son esos estados, ya sean corporales o psíquicos, que están en el medio, que no son ni lo uno ni lo otro, liminal. Estados parciales.

Gayle Salamon, Assuming a Body

No podemos saber de lo que son capaces esos «cuerpos como incorrecciones», en palabras de Sigüenza. Si bien es cierto que todos los poemas tratan sobre el amor entre hombres, lo impredecible en este caso tiene que ver con los ritmos de los cuerpos en sus diversos devenires, con la energía que decanta en las varias intensidades del acto sexual, incluso en la violencia física que en uno de los poemas amenaza ejercer el yo poético sobre su amado.

El poema ‘En el hotel’ está conformado por tres partes:

i. Una cama es todo lo que hay aquí

Sobre ella innumerables cuerpos se recuerdan

ii. «Está prohibido escribir en las paredes»

señalaba un edicto en la pared del cuarto,

«todo lo demás está permitido»

le agregamos él y yo, riéndonos

iii. Alguien estuvo antes de mí

en este cuarto

solo

y supo

que alguien estuvo antes de él

en este cuarto

solo.

El yo poético retorna a esa habitación de hotel y rememora el encuentro con un amante, pero lo hace en soledad. El cuarto tiene solo una cama; parece no haber sido pensado para una permanencia mayor que la del encuentro amoroso. Es una habitación que acoge a los amantes. Con ellos, se consolida el sentido por el cual fue construida y apenas amueblada. Pero también es posible, tal como observamos que ocurre en el poema, que solo uno de ellos ocupe la habitación. Es difícil, como lectora, no caer en la tentación de dar cuenta de la similitud entre el cuerpo del hombre y la habitación por su capacidad de acoger otros cuerpos. Es innegable que del poema se desprende esa semejanza, pero hay otro nivel en el que cuerpo y cuarto se diferencian radicalmente. El yo poético, en una suerte de letanía que amenaza con volverse eterna, en la última parte del poema, lamenta su soledad y tiene la certeza de que él no es el primero en verse solo en esa habitación, sino que antes de él, otros estuvieron en la misma posición. Señala Cohen que ahí donde los humanos, a diferencia de los objetos, tenemos el lenguaje y la posibilidad de narrar, las cosas poseen una temporalidad que nos es negada, y con suerte podemos apenas intuir. La larga duración de las cosas supera con creces la nuestra. En este poema, esa otra temporalidad es efectivamente intuida por el yo poético. No se especifica cuánto tiempo pasa entre la visita de un hombre solitario y el siguiente, solo queda clara la certeza de que el mundo material es testigo de las vicisitudes del hombre de hoy, pero también del hombre de ayer y del de mañana. Allí donde nosotros somos apenas testigos de nuestro propio tiempo, el mundo material es testigo de una multiplicidad incontable de tiempos, del amor y la melancolía de una miríada de hombres y mujeres.

Este intento de esbozo del mapa de afectos en Sigüenza se enfoca en la relación del yo poético con el mundo material. Escogí hacer esta lectura particular de una obra riquísima, inagotable, porque me parece que esta poesía, a partir de la premisa de su ruptura con la normativa heterosexista, está de por sí abierta a adentrarse en el mundo de otra forma. Es decir, al ser ruptura, no lo es solo con el binarismo hombre-mujer, sino que es ruptura constante, renovada. Los cuerpos que se dibujan en este poemario poseen una sensibilidad que les permite una vinculación nueva con la materia.

Pararse en un lugar en el que es posible otorgarle al mundo la cualidad de ser más que un símbolo tiene una resonancia ética. Implica, por extensión, que se piensa los cuerpos humanos con la misma capacidad de resistirse a ser símbolo. Se trata entonces de cuerpos sobre los que nadie decide. Plenos en su capacidad de sorprender.

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