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Nueve semanas y media (o el sexo sin deseo)

Nueve semanas y media (o el sexo sin deseo)
15 de agosto de 2016 - 00:00 - Ana Cristina Franco Varea. Cineasta y escritora

Ya sabemos la historia: el cine nos dice qué pensar, qué sentir, qué desear. Es por el cine que las mujeres alguna vez tuvieron el peinado de Greta Garbo, y los hombres, el sombrero de Humphrey Bogart. Es por el cine que quisimos bailar bajo la lluvia para sentir que nuestras vidas eran dignas de ser recordadas. Para sentirnos —al menos por un momento— protagonistas de una película de amor, acción, aventura, sexo (el género depende de la personalidad y la circunstancia). Lo mismo pasa con el sexo. Muchas prácticas consideradas eróticas vienen de la pantalla grande. Es Hollywood —ya no la Iglesia— el que impone los paradigmas. Y hay ciertas películas que imponen más que otras, ciertas películas que marcan una tendencia y que, sin embargo, no son necesariamente buenas, de hecho, suelen estar plagadas de clichés que luego se convierten (para algunos) en leyes de vida.

En 1986 se estrenó Nueve semanas y media, del director británico Adrian Lyne que fue un hit en los ochenta y es considerada hasta hoy una de las películas «eróticas» más respetadas, incluso dentro del llamado «cine de autor». La película no está mal filmada, todo lo contrario. El guion no presenta vacíos, todo lo contrario. Los actores no son mediocres, todo lo contrario. Sin embargo, aquello que se lee entre líneas supone un mensaje muy fuerte que se ha impregnado en el inconsciente colectivo. La trama cuenta la historia de Elizabeth (Kim Basinger) y John (Mickey Rourke), quienes son presa de una «atracción fatal» y tienen un romance sexual desenfrenado durante nueve semanas y media. Hay algo de interesante en el hecho de que dos desconocidos se amen (¿cómo se puede amar sino a un desconocido?). La primera tarde que salen, John lleva a su casa a Elizabeth, y, cuando están solos, le recuerda —medio en broma, medio en serio— el peligro que corre al estar sola en casa de un desconocido. La idea de que el peligro vaya de la mano del placer no está mal (¿cómo puede haber deseo sin vértigo?); sin embargo, el peligro —en Nueve semanas y media— no radica en el vértigo de la relación, en lo vulnerables que pueden volverse dos desconocidos que deciden exponerse el uno frente al otro (idea que funciona a la perfección en El último tango en París) sino en el poder (vulgar) que él ejerce sobre ella.

Si Marlon Brando en El último tango en París es un hombre que lo ha perdido todo, y por ende, no tiene nada que perder, John es un hombre que lo tiene todo, un hombre de éxito, él es uno de los primeros (si no el primero) personajes masculinos considerados eróticos por reunir ciertas cualidades que, al menos en los ochenta, eran apreciadas: sexo, poder y dinero. La idea de la sensualidad masculina ligada al poder, a la crueldad y al dinero se concreta en esta película y luego se repite en varias en las que el héroe masculino reúne características similares: el personaje interpretado por Richard Tyson en la película Two Moon Junction (1988), el personaje E. Edward Grey (interpretado por James Spader) en Secretary (2002), el vampiro Edward en Crepúsculo (2008) y claro, Christian Grey de Cincuenta sombras de Grey (2015), son algunos ejemplos.

A lo largo de la trama de Nueve semanas y media, John se convierte en una especie de maestro sexual para Elizabeth. En un tipo de maestro sexual que maneja el mismo concepto de la trillada Cincuenta sombras de Grey y que se caracteriza por no sentir, por solo «follar», de ahí la cursi y vulgar frase del personaje: «Yo no hago el amor, yo follo». No sé si la dijo John o Grey, da igual, los dos actúan de la misma forma: como máquinas sexuales —no es que no sienten, sino que no desean—.

Y ahí radica la censura del personaje: John no desea. Aunque John folla cuanto quiere y como quiere, jamás se lo ve disfrutar del acto, es como si él fuera un espectador de su propia vida, como si un dios perverso le hubiera permitido hacer todo en el sexo, todo, menos sentir, todo, menos desear. Un hombre que desea es un hombre vulnerable. Un hombre que desea está al borde del abismo. Un hombre que desea pierde el control, pierde el poder. Por eso, un macho como John no desea, no se inmuta, no tiembla por una mujer. Tanto John como Grey follan como si no fueran ellos quienes lo hicieran, como si hubiesen dejado el deseo guardado en el cajón. El perfil de John es el del hombre cuidado, perfecto, de uñas cortadas, cabello a la moda, camisas planchadas, se acerca más al «metrosexual», pero en el sexo es supuestamente desenfrenado o poco convencional. Este maestro sexual, perverso y calculador, propone otra forma de relación (y ahí es donde supuestamente radica lo subversivo del personaje, su gracia), propone sexo sin compromiso. Placer desenfrenado. Desligar al amor del sexo (como si el amor estuviera pasado de moda, como si el amor no fuera deseo).

Al final de El último tango en París, después de tantos encuentros amatorios anónimos que se vuelven íntimos, Marlon Brando se confunde, se pierde. Y esa ambigüedad es una de las cualidades que convierte al filme en una obra maestra, pero en Nueve semanas y media, John nunca duda, jamás se inmuta. Basta recordar la escena (que es la más famosa de la película) en la que John le pide a Elizabeth que se desnude. Ella accede y le hace un striptease; en ese momento, tanto la mujer como la actriz y el personaje lo dan todo. Se desnuda Elizabeth y se desnuda Kim Basinger. La actriz lo da todo, la mujer lo da todo, el personaje lo da todo. Y John, ¿qué hace? Saca el canguil y mira el show.

Sí, es hasta cómico. Mientras ella se desnuda —literal y metafóricamente— él se limita a ver el «show». Él no está jugando con ella, él no se excita, él aplaude y come canguil. Y no, John no es un voyeur que disfruta observando, espiando, porque John no espía, simplemente la mira desnudarse como quien ve llover, o mejor dicho, como quien mira un programa de domingo o como quien se sienta —una tarde sin deberes— a hacer zapping. Eso es la sexualidad para John: un show, un espectáculo de entretenimiento en el que él no es parte.

Nueve semanas y media, al igual que las películas antes citadas, asocia el erotismo al poder masculino, propone una relación sexual en la que la mujer lo da todo y el hombre se limita a verlo desde afuera, sin participar; asocia la sensualidad masculina al macho maltratador, tanto física como psicológicamente y, quizá lo más grave —por ser lo menos notorio, al menos a simple vista— es que limita la sexualidad masculina privando al hombre de su propio deseo. Así, lo que el personaje de John representa no solo es agresivo hacia el género femenino, sino también hacia el masculino. John es un amante que no arriesga. Un amante que no se despeina, y a los amantes que no se despeinan hay que guardarlos en el cajón, para que busquen su deseo perdido.

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