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PRIMERA LÍNEA

“No se van a ordenar solas las cosas, digo yo”

“No se van a ordenar solas las cosas, digo yo”
02 de mayo de 2016 - 00:00 - María Fernanda Ampuero. Escritora

De rodillas.

Escribo esto de rodillas. Besándoles las manos. Las manos de Vero, de Mayté, de Álvaro, de Marisabel, de Ricardo, de mi mamá, de Charito, de Irene, de Alexandra, de Edu, de Andrés, de Allan —de todos, de todos, no puedo mencionarlos— y besando también las patitas heridas de cada uno de los perros que han rescatado a gente viva, agradecida por el aire, de entre las tripas voraces de los escombros.

He visto, a diez mil kilómetros, cosas que ustedes mismos no creerían: la distancia tiene miserias y grandezas. La miseria es que mis manos, estas que escriben, no han podido estar donde tenían que estar: repartiendo agua, caricias, colchones, linternas, ternura. Pero callo. Esto no es sobre mí. La grandeza ha sido poder ver, como una gran película, la colosal generosidad humana, el triunfo del bien sobre el mal, el epicentro de la bondad representado en una cadena imparable de bienes dirigiéndose a Manabí y a Esmeraldas. Nadie se lo planteó. Había que ayudar. Como con la familia. Punto.

De rodillas.

Escribo esto de rodillas. Esto ha sido como para que los no creyentes nos hincáramos, llenos de devoción, a orar a cada uno de ustedes, a pedir que sigan, que por favor no desmayen. Esto ha sido lo peor y lo mejor que, como país, hemos vivido. Presenciar un golpe, una bofetada de la naturaleza tan bestial, como dice el poeta César Vallejo, como el odio de Dios y, de inmediato, viéndonos reaccionar, recuperar la fe en el amor de los seres humanos. En el gratuito, incuantificable, anticapitalista, insensato, inexplicable, poderoso, anarquista, revolucionario, conmovedor, utópico y real amor entre extraños. No te conozco, pero tu dolor es mi dolor. Tengo que cerrar los ojos. Tengo que amarlos por esto.

De rodillas.

Escribo esto de rodillas. Llevo tanto tiempo de rodillas que miro las cosas desde otra perspectiva, tal vez como los niños: qué pequeñitos somos, qué frágiles. En segundos —literalmente— podemos pasar de estar aquí a no estarlo, tener mamá a no tenerla y hermanos y hermanas y amigos y casa y cosas a ser gente sola, huérfana, desnuda y aterrorizada en una tierra enloquecida, en una tierra que da miedo, donde la noche no es descanso sino angustia y el día no es vida cotidiana sino desesperado vagabundeo buscando comida y agua. Quiero decir, donde todo es fin del mundo. Cuenta hasta tres y se acaba, ¿qué prepotencia puede sostenerle la mirada a esa idea? Somos seres diminutos que deberían agradecer cada segundo que viven sin dolor —piénsenlo: sin dolor— en esta tierra.

De rodillas.

Escribo esto de rodillas porque tengo que pedir un favor y es de esos favores que solo se pueden pedir en esta posición. En abril de 2017, cuando los periodistas hagan su inevitable reportaje del año de ‘cuando la tierra tembló’, o llámenle como quieran, que no se encuentren con que hace mucho que el país se olvidó de los damnificados y hagan sangre —enfoque ahí a ese viejito llorando— con gente que dice que al principio sí, venían todos, se tomaban las fotos, pero ahora ya nadie se acuerda de nosotros, nos abandonaron. Por favor, de rodillas, que nadie diga eso.

Me hablo a mí, te hablo a ti, le hablo a usted, nos hablo a nosotros. Pasará: las cámaras de televisión, como las patitas de una garza, se cerrarán y ese ojo que nos muestra el mundo dejará de transmitir las calles destruidas, los niños en las calles, los ancianos llorando de sed. Hablaremos de otra cosa, habrá otra novedad. El dolor ajeno aburre. Lo dice tanto mejor la poeta polaca Wislawa Szymborska.

Alguien con la escoba en las manos

recordará todavía cómo fue.

Alguien escuchará

asintiendo con la cabeza en su sitio.

Pero a su alrededor

empezará a haber algunos

a quienes les aburra.

Esto ya ha pasado, aunque siempre creemos que no, que esta vez no, que imposible: el terremoto dejará de ser nuestro principal tema de conversación. Y entonces, ¿quién alimentará a los manabitas y a los esmeraldeños todavía sin techo, sin escuelas, sin tiendas, sin forma de trabajar? Lo pido de rodillas: que cuando se cumplan doce, trece, catorce, quince meses de esta desgracia sigamos allí, ayudando como ahora. Eso nomás. De regalo, el poema de Szymborska:

Fin y principio

Después de cada guerra

alguien tiene que limpiar.

No se van a ordenar solas las cosas,

digo yo.

Alguien debe echar los escombros

a la cuneta

para que puedan pasar

los carros llenos de cadáveres.

Alguien debe meterse

entre el barro, las cenizas,

los muelles de los sofás,

las astillas de cristal

y los trapos sangrientos.

Alguien tiene que arrastrar una viga

para apuntalar un muro,

alguien poner un vidrio en la ventana

y la puerta en sus goznes.

Eso de fotogénico tiene poco

y requiere años.

Todas las cámaras se han ido ya

a otra guerra.

A reconstruir puentes

y estaciones de nuevo.

Las mangas quedarán hechas jirones

de tanto arremangarse.

Alguien con la escoba en las manos

recordará todavía cómo fue.

Alguien escuchará

asintiendo con la cabeza en su sitio.

Pero a su alrededor

empezará a haber algunos

a quienes les aburra.

Todavía habrá quien a veces

encuentre entre hierbajos

argumentos mordidos por la herrumbre,

y los lleve al montón de la basura.

Aquellos que sabían

de qué iba aquí la cosa

tendrán que dejar su lugar

a los que saben poco.

Y menos que poco.

E incluso prácticamente nada.

En la hierba que cubra

causas y consecuencias

seguro que habrá alguien tumbado,

con una espiga entre los dientes,

mirando las nubes.

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