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Entrevista

“No hay nada más terrorífico que un hotel al amanecer”

“No hay nada más terrorífico que un hotel al amanecer”
30 de mayo de 2016 - 00:00 - Fausto Rivera Yánez. Editor de Cultura

El universo narrativo del escritor Javier Vásconez (Quito, 1946) está poblado de psicópatas, mujeres que coleccionan piedras y son poetas, espías, doctores que vienen desde Praga a los Andes escapando, quizás, de ellos mismos, y de niños que lloran en un hotel cualquiera en horas de la madrugada... “Quisiera ser un fantasma para estar en todas partes y escribir mejores historias”, dice el autor de esos mundos aparentemente horrorosos y ajenos pero que no son más que una extensión de la realidad.

El Fondo de Cultura Económica de México, con la intención de ampliar el panorama narrativo de Javier Vásconez a los lectores de América Latina, presentó el pasado miércoles la antología Novelas a la sombra, que reúne a las novelas cortas Jardín Capelo, El retorno de las moscas, El secreto y La otra muerte del doctor.

Esta edición es un homenaje a un autor que le ha apostado a la novela corta, ese género propio de la literatura regional.

¿De dónde surge la idea de nombrar este trabajo como Novelas a la sombra?

El título del libro se debe a que, de alguna manera, mis novelas cortas están a la sombra de mis otros textos. Jardín Capelo podría decirse que es el jardín que le falta a El viajero de Praga. La otra muerte del doctor es una situación que ocurre poco después de que el protagonista Kronz llega a Ecuador, pero que no está narrada en El viajero de Praga. El secreto fue, en un primer momento, un episodio largo de El viajero de Praga, pero el editor mexicano que iba a publicarlo me dijo que esa parte era otro libro, así que lo saqué, lo reestructuré y quedó como es actualmente. Y El retorno de las moscas estaba vinculado a mi libro de cuentos Invitados de honor.

¿Cómo dialogan entre sí las cuatro obras?

Tienen muchas diferencias, pero hay vinculaciones secretas entre ellas, en términos de ambiente, de personajes, del doctor Kronz que reaparece. En mis novelas y cuentos hay puentes invisibles y no tan invisibles que se comunican unos con otros, y algunos están todavía abiertos. Por ejemplo, hay un personaje que aún no acaba de salir de la cárcel, que es Roldán, de La sombra del apostador. Varias personas me preguntan cuándo lo haré y no lo sé todavía. También está esa manía mía de vincular a Quito con otras ciudades. Eso se nota en casi todos mis libros, ocurre en Jardín Capelo, en La otra muerte del doctor, en la que hay el mismo puente invisible entre Nueva York y el páramo de los Andes. En El retorno de las moscas está Londres y ese afán de sacar a Quito de su ensimismamiento, tanto intelectual como geográfico.

Sacar a Quito, ¿pero también a la literatura ecuatoriana de su aislamiento?

La literatura de Ecuador ha vivido demasiado encerrada en sí misma. Yo no leí la literatura ecuatoriana como ecuatoriana. Una de las pocas cosas que le agradezco a mi padre es haberme invitado a leer libremente su biblioteca y, por otro lado, mostrarme los libros de autores ecuatorianos como si fueran de cualquier otra parte. Leía a Alfredo Pareja Diezcanseco, Jorge Icaza o Ángel Felicísimo Rojas como también leía a William Faulkner, no como algo obligatorio.

En las primeras líneas del prólogo de Christopher Domínguez Michael, el crítico señala que bastarían tres libros tuyos (El viajero de Praga, La sombra del apostador y La piel del miedo) para fijar tu lugar en el canon de la literatura latinoamericana contemporánea, ¿cómo te sientes dentro de esa etiqueta?

Admito que el prólogo puede ser polémico y discutible, pero más allá de lo que Christopher dice de mis libros, creo que una de las lecturas más enigmáticas de ese texto es que intenta renovar el canon, un tanto fosilizado de la literatura ecuatoriana. Sé que es algo arriesgado tratándose de un crítico mexicano que, de alguna manera, indaga, se introduce en la literatura ecuatoriana, pero no olvidemos que Christopher escribió hace unos años un magnífico prólogo sobre Pablo Palacio que está publicado en la editorial Veintisiete Letras, en España. Conoce muy bien la literatura local.

Seguidamente dice que el Ecuador “cuenta con cuatro escritores relevantes: Juan Montalvo, Pablo Palacio, Alfredo Gangotena y el propio Javier Vásconez”, ¿cómo asumes, en cambio, esa suerte de canon ecuatoriano que arma?

Dice eso, pero a renglón seguido aclara, con una línea muy importante en el prólogo, que ya vendrán otros ensayistas, prologuistas, que pongan el quinto y sexto nombre. Es decir, un canon es como un juego, una carrera de caballos. Cada generación crea su canon y creo que ningún canon es definitivo. Una de las cosas interesantes que hace Christopher es desmontar esa fosilización, ese congelamiento en que la literatura ecuatoriana ha vivido. Él propone la posibilidad de nuevos nombres y eso es importante.

Algo que la crítica reitera de tu obra es que trabajas sobre el ocultamiento, en posponer situaciones, en narrar la posibilidad de las cosas que no ocurren, ¿cuál es tu postura ante la literatura?

Creo que en la literatura es más poderoso lo que no se dice que lo que se cuenta. Esa ha sido una de mis propuestas estéticas dentro de mi narrativa. Esa técnica, que más que técnica es costumbre, la he utilizado desde el principio en mi escritura. Por otro lado, siempre quise escribir un enorme gran libro, algo que es imposible porque uno tendría que sentarse y no volverse a levantar hasta que muere. Escribir ese gran libro sobre Quito, sobre su pasado, sobre las posibilidades y carencias de esta ciudad es imposible, entonces lo que he hecho, como es lógico, es escribir ese gran libro en fragmentos.

Un gran libro que aún no se acaba, pues pronto publicarás otro de sus ‘fragmentos’, Hoteles del silencio, tu más reciente novela, en la editorial Pre-Textos.

Ahora está por publicarse ese libro en España, en los próximos meses. Una parte transcurre en Madrid y el personaje es una mujer joven, Loreta, que vive allí y que por una serie de circunstancias viene a Quito a buscar a un hombre. En este caso la ciudad ya no está abordada desde el punto de vista mítico como en otros de mis libros, sino que simplemente es un escenario en el que transcurre el evento de las cosas. Esta es una poderosa historia de celos. Descubrí que detrás de todo celoso hay un novelista que inventa adulterios, recrea la posibilidad de ser humillado y, digamos, traicionado. Es una historia de amor y de celos, pero también hay ciertas historias de horror, frente a una serie de niños desaparecidos. Nada hay más terrorífico que un hotel al amanecer, en donde probablemente se esconden adúlteros, borrachos, drogados, y más aún si es que de pronto, en esos hoteles, se oyen los llantos misteriosos de unos niños.

¿Tiene algún valor particular la novela breve frente a otros géneros literarios?

La novela corta es uno de los grandes géneros de América Latina. En ella se han manifestado libros como Aura, de Carlos Fuentes; Los adioses, de Juan Carlos Onetti; El lugar sin límites, de José Donoso; y El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez. Con estos cuatro títulos estamos hablando de obras mayores de la literatura universal. También está Pedro Páramo, de Juan Rulfo.

¿Recuerdas en qué condiciones fueron creadas tus cuatro novelas a la “sombra”?

Han pasado muchos años. No estoy seguro de tener presente la condición exacta en que fueron escritas. Jardín Capelo nació, como ocurre siempre con mis libros, con una imagen. Se trataba de Saturnino Collaguazo con su perro bailando desnudo en la mitad de un bosque. Es un indígena muy especial porque es de la Amazonía, libre, diferente y esa imagen poderosa mientras recibe a una joven que venía a ver qué quedaba de su vieja casa familiar fue algo poderoso. El retorno de las moscas me vino con la visión de unas moscas que zumbaban y zumbaban alrededor de un hombre que dormía. Las moscas en la mitología griega están relacionadas con los hombres de acción, y así fue como surgió este libro que en el principio era un cuento. La otra muerte del doctor vino como si fuera una imagen cinematográfica: la entrada de Mr. Sticks al hotel Tres Mundos, grande, gordo, que llega lentamente una mañana a preguntar por el doctor Kronz a la señora que trabaja ahí.

Esas tres novelas nacen de una imagen, pero la nouvelle El secreto parte de la historia del asesino Daniel Camargo Barbosa.

Me interesó porque en un periódico vi la noticia de Camargo, que había asesinado a niñas, y leí una crónica de Francisco Febres-Cordero. Luego logré visitarlo en la cárcel, conocerlo, y fue impresionante lo que me contó. Era un hombre muy pacífico, gris, que en ningún momento me hubiera imaginado que podía ser el asesino de todas esas niñas. Salí de la entrevista y, desde el principio, quise escribir no una historia de un sicópata típico que mata niñas, sino situarme lo más cerca posible de lo qué es la mente de un asesino. Siempre me ha fascinado dónde está realmente la frontera entre la normalidad y lo que llamamos anormalidad. Me preguntaba cuándo se quiebra algo dentro de nosotros y pasamos a ser unos monstruos. Esa línea de cristal me ha llamado la atención.

¿Cómo determina el cine a tu literatura, dada la recurrencia de imágenes que necesitas para arrancar una historia?

El cine ha tenido muchísima importancia, es mi segundo gran arte junto con la pintura. Desgraciadamente soy sordo para la música. Me gusta el jazz y cierto tipo de música popular y clásica, pero soy una persona que puede vivir sin música, lo que no ocurre con el cine. Veo un promedio de cuatro a cinco películas a la semana. Creo que me he visto todas las series que están, este rato, en el mercado del país. Estamos ante un momento brillante de las series en la cinematografía norteamericana. El cine me ha ayudado a armar ciertos detalles, a captar cuidadosamente ciertas situaciones. Si uno lee con atención cualquiera de mis libros, se da cuenta de que tengo una manía por crear minuciosamente los planos en donde están ocurriendo las cosas: los muebles ubicados dentro de una habitación, la atmósfera al interior de una casa. Ese tipo de cosas vienen del cine.

¿Alguna obra en particular del cine que haya marcado tu narrativa?

Un detalle que puede interesar a los lectores es que yo habré visto veintipico de veces El Padrino, pero la imagen que más me he repetido es la del final con Al Pacino, en el momento que está derrotado y que como actor nos muestra todas las emociones del fracaso de su vida pasada. Es un buen ejemplo para aprender a captar lo que es un rostro humano, la genialidad, la grandeza de un actor sobre lo que es la soledad, el sufrimiento de un hombre. Y la escena con Al Pacino hundido en su abrigo con el sombrero rodeado de unas hojarascas es fascinante.

¿Has sentido con alguna obra que no podías parar de escribir?

Con La sombra del apostador hubo un momento de tensión profunda: no sabía cómo resolver un capítulo relacionado con la atracción sexual incestuosa entre un padre y una hija. Ese capítulo, que sabía que iba a ser muy duro de escribir y muy peligroso porque es un tema escabroso, lo resolví a través del olfato. Estuve en un estado de neurosis por dos meses sin saber cómo solucionar esa parte, hasta que un día, mientras leía el periódico, entró una señora con un perfume tan fuerte a preguntar algo y ahí me di cuenta de la forma en que debía desarrollarse esta relación entre el padre y la hija: a partir del olor, el aroma, para que sea atenuada y no tan escabrosa.

¿Con qué trabajo, por otro lado, sentiste una suerte de comodidad?

Con La otra muerte del doctor, a pesar de ese juego complejo de tiempos que tiene, en el que la cámara que está contando la novela se desplaza de Nueva York al páramo, y de una mente a otra. Sin embargo, la escribí de un tirón.

¿Cuáles han sido tus lecturas recientes?

Soy un lector desordenado, leo un poco de todo al mismo tiempo. Ahora mismo estoy con un tomo, un tocho gigantesco que está por ahí (en la mesa de centro de su biblioteca) sobre la obra crítica del norteamericano Edmund Wilson, pero al mismo tiempo he leído últimamente esa magnífica novela La guitarra azul, de John Banville. También leí una buena novela de Antonio Muñoz Molina, Como la sombra que se va.

¿Y sobre literatura ecuatoriana?

Combinado con esas lecturas me cayó con gran sorpresa ese hermosísimo libro de Sandra Araya, La familia del Dr. Lehman. No he dejado de leer a los escritores jóvenes de este país. Creo que se está consolidando una nueva generación. No estoy tan seguro de que estén maduros, pero no dejan de ser interesantes libros de escritores como Juan Pablo Castro u Óscar Vela. Hay algunos buenos cuentos, dos o tres nada más, de Gabriela Ponce, porque el resto de su libro (Antropofaguitas) no me termina de convencer en el sentido de que considero que está utilizando un poco ciertos elementos para escandalizar. Creo que ella tiene más talento para ir por otro lado. También he leído con mucho agrado un par de textos de Daniela Alcívar Bellolio, me ha gustado mucho su libro de ensayos Pararrayos. Incluso hay autores con los que no tengo amistad, pero no voy a dejar de reconocer que poseen talento, como Juan Carlos Moya. Otra novela que me impactó es la de Mónica Ojeda, La desfiguración Silva, me gustó esa intención de unir Guayaquil con Quito a partir del movimiento tzántzico y la historia falsa de una cineasta. Me pareció ambicioso, interesante el libro, probablemente excesivo al rato de su información cinematográfica. Y ahora mismo leo el fascinante libro Bajo la higuera de Port-Cros, publicado por la Universidad San Francisco y traducido y editado por Cristina Burneo. Son las cartas que Alfredo Gangotena mantuvo con los poetas Henrie Michaux, Jules Supervielle, Marie Lalou, Jean Cocteau y Max Jacob.

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