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Literatura

Muñoz Molina: Cuando el lenguaje es más que nuestro hogar

Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956). Foto tomada de la página de la Universidad de Navarra.
Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956). Foto tomada de la página de la Universidad de Navarra.
29 de septiembre de 2014 - 00:00 - Christian J. Kanahuaty, Escritor

Cuando todo el lenguaje se conjuga dentro de un centro poético se reconoce la vitalidad del poeta y su capacidad de jugar con los elementos de la realidad para llevarlos a otros espacios donde adquieren no solo belleza, sino capacidad de interpelación, profundidad y cierto sentido de inmortalidad.

Cuando eso sucede en el texto narrativo, las dimensiones de la creación cambian radicalmente. La prosa no es un juego de estilo, sino una forma de convencimiento. Es armar algo verosímil a partir del reconocimiento implícito de que aquello que se leerá es ficción; es decir, una forma sofisticada de la mentira.

Todo el soporte de la narración, a través de los tiempos, ha estado centrado en una mentira. Pero el asunto es si esa mentira nos convence o no. 

Quizá por ello nos conmueve tanto la ficción. Quizá por eso aún nos arriesgamos a escribir algo. Será, tal vez por esto, que aún hoy la literatura es el lugar más seguro y más limpio del mundo, así como el desierto para Lawrence de Arabia. Y es seguramente por ello que muchos han encontrado en ella la compuerta para salir y entrar en la realidad.

Pero todo eso acontece en un determinado tiempo. Es un tiempo que se niega a ser pasado. Porque la escritura acontece en dos secuencias que se complementan generando una ilusión. La ilusión es la realidad. El tiempo de la escritura no es el mismo tiempo de la lectura. Está la figura del pasado de por medio. Pero más allá de eso, y para no involucrarnos en una reflexión sobre el pasado y el presente que nos remitiría sin remedio a Walter Bejamin, sintéticamente podemos decir que cuando uno toma un libro y lo lee, accede a algo que aconteció en el pasado, pero que parece estar sucediendo en el presente.

¿Cuántos de nosotros no hemos sentido que el libro avanza conforme avanza nuestra lectura? Tenemos a veces la sensación de que ese libro, por más que fue escrito 30, 15 o 100 años antes, fue escrito para nosotros, poco antes. ¿Todos somos tan cínicos y románticos como Harry, aquel que se enamoró de Sally en el primer momento y que siempre lee la última página de las novelas que compra porque no quiere morir sin antes conocer el final de la historia?

No es necesario responder ahora. Será mejor resolver esto en cada lectura, en cada simple experiencia con los libros que amamos y que leemos como desenfrenados cuando necesitamos algo más que realidad.

 

Ciudades y autores

Uno de los momentos fundacionales por excelencia en la literatura es aquel en el que un escritor, un narrador, usa los artefactos del lenguaje de la poesía, pero va más allá. ¿Cómo  y por qué se da la recurrencia casi exagerada a ese desplazamiento? Básicamente porque eso es lo que sucede cuando se lee. Se va más allá de donde se encuentra uno, pero también es un acto que antes de todo se realiza en la escritura: asumir que la realidad no basta y que los nombres propios no son suficientes, que una característica de escribir es nominar. Y nominar es fundar, es crear, es dar visibilidad a algo que no estaba ahí antes.

Este es un gesto que escritores como Faulkner y Onetti han definido como propios. Yoknapatawpha, para Faulkner, tiene la misma importancia que Santa María para Juan Carlos Onetti. Fundan ciudades que crecen conforme se desarrollan sus personajes, quienes son los únicos que las conocen.

Los mapas que hay de Santa María ubicados en cierta biblioteca de Montevideo son producto de la imaginación de una serie de artistas que hacen memoria constante de Onetti.

Pero Onetti nunca conoció esa ciudad.

Onetti nunca se apropió de ella, por eso, en un arrebato, uno de sus personajes detona el gran incendio por el que la ciudad dejará de ser como era. Y es la unión de estos dos gestos, la creación y la destrucción, la que está inscrita en la fundación de Mágina.

 

Antonio Muñoz Molina

Úbeda, 10 de enero de 1956. Un lugar de España y una fecha. Esa es parte de la genética del escritor español Muñoz Molina. Su fecha de nacimiento marca el inicio de un final que aún no llega. Entre esa fecha y la actualidad hay una trayectoria llena de obras y premios.

En todo este camino, Mágina ha sido el centro de operaciones de sus narraciones, de sus personajes e historias. Mágina es la traducción de una vida en Úbeda, pero también es la transición de la lejanía que se hace cuerpo textual cuando su fundador se traslada a Nueva York. Es la posibilidad de tejer con el lenguaje aquello que se pierde con la distancia, pero que se evoca con la memoria y con las sensaciones que son capaces de crear un mundo donde ocurren cosas que han pasado en la vida real, como la Guerra Civil española o la llegada del hombre a la Luna; y en todas esas circunstancias hay un ejercicio poético de tratamiento del lenguaje.

Los párrafos que a veces superan las dos o tres páginas de extensión y la sintaxis diferente y apretada, atiborrada de comas, marcan un aliento. Algo que recuerda a la Alambra, un sentido que evoca la vida de España antes de expulsar a los moros de su territorio, su lenguaje habla de esa exclusiva unión entre el mundo árabe y el mundo ibérico.

La lectura se hace difícil, se entrecorta, como si faltara espacio, hay un hambre de espacio y una sed de vacío; se come el mundo a su paso y la página da cuenta de ese proceso. Pero es también un espacio que debe ser narrado. No es casual que sus historias convoquen momentos históricos y personajes que más bien parecen ser pequeños mosaicos de colores que al unirse forman una estructura total y radiante como el frontis de la iglesia de la Santa Cruz o la iglesia de San Pablo.

Tenemos personajes que crecen a lo largo de toda la novela, otros se muestran solo por un momento, un día, una semana o un par de años. En ese tiempo, van cambiando, se enfrentan con otros personajes, o solo afrontan el paso del tiempo. Casi no hay espacio para las digresiones, todo lo que sucede ocurre fuera de ellos. Sus experiencias, sus sentimientos e impulsos los notamos por sus acciones o por sofisticados juegos de miradas.

Nosotros solo los vemos a través de la mirada de los otros.

 Aquellos también tienen la capacidad de enamorarnos, de hacernos sentir más frágiles de lo que somos, pero también nos devuelven un poco de nuestra humanidad ya perdida entre tanta guerra, corrupción y desamparo.

Lo que hace Muñoz Molina es construir una obra que es como un vitral, por los fragmentos de lenguaje que continúan ensamblándose. Pero también sucede lo siguiente: cada novela es un fragmento, de un color y de una forma determinada, se une a otro y a otro y al principio, puede ser que no veamos una forma determinada, porque las partes son extrañas, a pesar de que sus fisuras y colores se articulan formando una totalidad.

Cuando observamos desde lejos la obra de Muñoz Molina nos damos cuenta de que hemos construido un gran vitral. El vitral de la memoria de nuestra época, que es como el lenguaje, una época anterior a nosotros y que nos precede y nos comunica con lo mejor y con lo peor de nosotros mismos, un poco como una respiración que deja de ser artificial y se convierte en real porque no hay motivos para jugar con la historia ni con la realidad. Sus novelas nos comunican algo que jamás podremos ver, pero que no por eso está oculto a nuestros ojos.

Muñoz Molina se diferencia de Santiago Gamboa, García Márquez y Paul Auster porque no intenta que todas sus novelas sean parte de una gran obra que está aún escribiendo. Sus novelas marcan arcos en un juego de arquitectura que construye con el lenguaje de un tiempo acumulado, arcos que hablan del desplazamiento de lo que nos importa como humanidad: la guerra, el amor, el odio, la fe y la entrega. Aquellos temas que ya Borges decía que eran los únicos de los que se podía escribir.

Pero no hay un desfallecimiento en Muñoz Molina, sino el encuentro con aquellas temáticas finitas, pero vitales. Por un lado sabemos que son los temas los que escogen al escritor y por otro, que cada tema tiene su propia fisonomía y ritmo.

El mundo que establece Muñoz Molina está fundado en el lenguaje pero no termina ahí, porque su gesto es cervantino, así, la ficción y realidad están divididas no por una línea delgada, sino por un aliento y una fuerza de integración capaz de organizar el mundo para que sea un verdadero hogar. Un mundo cercano y angosto que nos comunica con nuestro pasado y nuestro presente, y construye un futuro que solo dura un instante.

Así, el lenguaje es más que nuestro hogar. Es un horizonte de sentidos que organiza nuestro entorno y el de los demás. Existe un solo mundo donde caben todos los mundos, es decir, en toda nuestra vida estarán inscritas todas las experiencias de la humanidad. Nosotros no solamente somos nosotros, sino los anteriores, y los que vienen detrás de aquellos.

Un hogar tiene a veces las puertas cerradas. Pero el lenguaje las abre, tiende puentes y ejerce nostalgia y memoria. Y eso es lo que uno encuentra en Muñoz Molina, una gran fuerza poética que se niega a olvidar, se rehúsa a dejar la nostalgia de lado y que siempre hablará en nombre del porvenir y de la esperanza, sin dejar de lado aquello en lo que nos hemos convertido en el tiempo.

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