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La suerte del hispanohablante

La suerte del hispanohablante
21 de noviembre de 2016 - 00:00 - María del Pilar Cobo, Correctora de textos y lexicógrafa

Como sabemos, el español no se habla igual en todos los países hispanohablantes. Qué bueno que sea así. Nuestro idioma es una de las lenguas más habladas en más de veinte países, distribuidos en América, Europa, África y Asia. América es el continente con mayor cantidad de hispanohablantes y el que cuenta con mayor número de variedades. Si bien todos tenemos al español como nuestra lengua, es muy interesante (y muy rico) notar que no todos lo hablamos de la misma manera; de hecho sería muy aburrido si habláramos un solo español, sin marcas que den cuenta de nuestros orígenes y de nuestras situaciones comunitarias y personales. Si todos habláramos el mismo español, tal vez la comunicación, en ciertos casos, sería más fluida, pero la riqueza se vería afectada, como sucede en esos productos televisivos en los cuales se intenta que todos los actores hablen el mismo español ‘estándar’, artificial y desangelado.

La belleza de nuestro idioma está, precisamente, en sus variedades, en sus acentos, en las influencias de otras lenguas, en los giros particulares de determinadas zonas. Gracias a mi trabajo y mis estudios, he tenido la suerte de conocer gente de muchos lugares de América y España, y es lindo poner atención a cada una de las diferencias que nos hacen únicos y que también nos hermanan. Estas diferencias permiten que cada uno se acerque al otro con sus propios rasgos de identidad. Y nos permite iniciar una conversación (a veces una amistad) gracias a una simple pregunta: «¿De dónde eres?». Debido a las diferencias, podemos no solo dar cuenta de nuestras variedades lingüísticas, sino de todo el mundo maravilloso que se esconde detrás de ellas: un mundo con costumbres, historias, dramas, políticas, proyecciones, festejos, paisajes únicos. Estas diferencias nos permiten también aprender del otro, nos hacen humildes al entender que no somos los dueños de la verdad, que existen muchas verdades igual de valiosas y de interesantes que las nuestras.

Recuerdo que, hace una década, cuando viví en Madrid, la primera reunión a la que nos convocaron a los becarios americanos fue para darnos algunos ‘tips’ idiomáticos de España. Por ejemplo, nos sugirieron que cuando pidiéramos algo evitáramos nuestros consabidos «disculpe, por favor, no sea malito», pues en el «disculpe» nuestro interlocutor seguramente se daría la vuelta y se iría. En España, como en otros lugares, el imperativo es la norma. En nuestros países andinos, en cambio, los imperativos sin preámbulos suelen verse como una marca de descortesía, y son los españoles quienes deben aprender adecuarse a nuestra norma. También existen diferencias de palabras y de sentidos. En Argentina, por ejemplo, el verbo ‘coger’ sigue siendo tabú (aunque con el tiempo vaya perdiendo esta marca), pero quien llega de afuera debe tratar de usar sinónimos como ‘agarrar’ o ‘tomar’. Quien visita Ecuador y otros países andinos debe acostumbrarse, entre otros, a los diminutivos. Este ‘acostumbrarse’ a comunicarse como lo hacen las personas del lugar no nos resta identidad como visitantes sino que aporta a nuestro aprendizaje y nos humaniza, nos hace más sensibles a las realidades ajenas.

Por otro lado, el que nuestras variedades vengan de un tronco común nos hermana, hace que nos sintamos parte de una gran nación, que nos reconozcamos en la distancia, que nos sintamos acogidos cuando estamos en países que no son los nuestros. Cuando uno está en un país donde no se habla español, es un regalo escuchar una frase conocida, no importa el acento que tenga o de dónde sea la persona; solo escuchar nuestro idioma nos regresa a casa y nos hace sentir en paz.

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