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Ensayo

Kamikazes la cancha: Elogio del autogol

Kamikazes la cancha: Elogio del autogol
28 de marzo de 2016 - 00:00 - Ana Cristina Franco Varea. Cineasta y escritora

A mí siempre me pareció más interesante marcar un autogol que un gol. Un gol, salvo si uno se llama Pelé, es algo eminentemente vulgar y muy descortés con el arquero contario, a quien no conoces y que no te ha hecho nada, mientras que un autogol es un gesto de independencia.

Roberto Bolaño

Uno: Yo también quiero ver guerreros en la cancha…

Siempre le tuve miedo al balón. Tengo asma. Y un buen grado de miopía. Las pocas veces que intenté entender el juego que volvía locos a mis compañeros de clase, terminaba frustrada. Me ahogaba con el polvo apenas corría. Cuando me pasaban el balón, me ponía nerviosa y lo esquivaba de un saltito; porque si me armaba de valor y decidía confiar en él, el muy traidor se estrellaba en mi cara. Y me rompía los lentes. Tras fingir que corría buscando el ‘esférico’ (cuando en el fondo rezaba para que no me lo pasen) terminaba desconcertada, sin saber si había que ir hacia la derecha o hacia la izquierda, paralizada en medio de la cancha, como un payaso abandonado en plena guerra. Cuando por fin terminaba el partido yo era la más cansada… Y la que menos había jugado. Sin embargo, mentiría si digo que jamás metí un gol. Una mañana soleada, allá por el 94, yo estaba, una vez más, perdida en la cancha, haciendo tiempo hasta que se acabara la hora de Educación Física. De repente el balón llegó hacia mí. En un impulso nervioso, pateé lejos, para deshacerme de él lo antes posible. El balón se elevó hasta el cielo azul y viajó, en cámara lenta, hasta templar la red. Yo, asmática, de lentes, alérgica, había metido un gol. ¡Sí se puede! ¿Qué importa en qué arco haya sido?, pensaba yo, que no tenía el gen del ataque en la sangre. Lastimosamente mis compañeros no pensaban lo mismo, para ellos la cosa era ganar, derrotar al adversario, ser el mejor. ¿Cómo haría para nacer?, me pregunto hasta ahora. ¿Cómo es que estoy aquí? Alguna vez fui, o algo de mí fue, un espermatozoide, y ese espermatozoide que ahora es piel que mete autogoles, alguna vez ganó una carrera. ¿Qué había quedado de él?

Quizá por eso, siento envidia. Envidia de las chicas machonas que patean con fuerza el balón, incitando, a su vez, la envidia de los hombres. Envidia de un amigo que dice que ver un partido de fútbol es como ver a Aquiles luchar. Mientras él ve guerreros en la cancha, yo veo gente corriendo tras una pelota. Nunca entendí la relación entre la endorfina y la palabra gol. Ni el estruendo en las calles de Quito cuando parece que hay guerra civil y es que juega ‘la selección’. Ni el silencio en las calles de Buenos Aires cuando parecía que estaban rezando y era que estaban viendo un partido. El fútbol me enfrenta a mi lado frágil. A mi tendencia sedentaria. Hace que añore a mi gemela buena, la que no usa lentes, hace aeróbicos y mete goles en los arcos correctos.

Dos: “¡Sí se puede! ¡Sí se puede!” Impotencia y castración

Woody Allen vestido de espermatozoide en Todo lo que usted quiso saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar es una patada a Darwin, a Freud, a Adam Smith, que traducidos en comerciales de Nike, nos han dicho que perder no es una opción. Es aterrador pensar que tal vez el capitalismo sea el reflejo social del comportamiento biológico natural. La vida es una lucha: sobrevive el más fuerte. Quizá por eso el fútbol es el deporte de esta era. El gol es la materialización del éxito. Ese acto fálico de penetrar. Pegar centro. El balón, es, de cierta forma, el espermatozoide que va más rápido. El que gana. El primero. Pero, ¿qué hay de los otros? los que somos lentos, los que no vamos al ritmo, los que no vamos más rápido, no porque no queramos sino porque no nos dimos cuenta de que esto era una carrera... Los espermatozoides que no tienen el hambre de Cristiano Ronaldo, y que en lugar de visualizarse como un bebé rozagante, se imaginan diluidos en una revista pornográfica.

Yo crecí en un país que perdía partidos de fútbol. Recuerdo los noventa con un cielo gris, un helado Pingüino con los colores de la ‘Tri’, y un comentarista deportivo que decía: “¡Sí se puede!” con un aire de “jamás se podrá”… Y no se refería solo al partido de fútbol, ya sabemos: hoy el país es el fútbol. Siempre me pareció grave el hecho de que patear bien una pelota de cuero pueda determinar una identidad. Me da miedo que nos comportemos como masa y no como seres humanos. Me niego a creer que el país sea una camiseta amarilla de tres colores. Me parece triste y limitado que el tema complejo de la identidad se haya visto reducido —ya no a una bandera— sino a una camiseta. A menos que esté mojada.

Creo que esta asociación patriótica entre fútbol e identidad es peligrosa en Ecuador. Mientras los otros países ganaban mundiales, tenían ‘tecnología de punta’ y eran geográficamente más grandes, nosotros teníamos un mapa que en lugar de mostrarnos lo que somos, nos mostraba una línea entrecortada que señalaba lo que habíamos perdido. La autoestima de Ecuador en los noventa era peor que la de una adolescente anoréxica. La sensación siempre fue esta: no importa lo que hagas, siempre habrá alguien (en otro país, por supuesto) que lo hará mejor.

Obviamente el problema no es perder. Todos los países pierden (unos más que otros), hay países más pequeños que el nuestro, los problemas que tenemos aquí existen en todas partes, pero solo aquí hay un sentimiento de inferioridad digno de medalla de oro. Aquel extraño síndrome al que Burroghs se refirió en una carta a Allen Ginsberg: “Recorrí Ecuador lo más rápidamente posible. Qué lugar horrible es. Un complejo de inferioridad nacional de país pequeño en su estado más avanzado”. (Cartas de Yagé. Wiliam Burroghs y Allen Ginsberg/ Ediciones Signos) El problema no es perder, sino culparse excesivamente por ello. Y habría que preguntarse por qué para un ecuatoriano perder es más grave.

Tres: “El factor accidente” y el “acto fallido”…

El 2 de febrero de 2013, en un partido del Real Madrid contra Granada, al minuto 22, Cristiano Ronaldo marcó un gol en su propio arco. En ese instante, la suma de error, de azar y belleza, hizo que CR7, quien posa cuando las cámaras lo encuadran, marcara un autogol. De todos los autogoles que se han cometido, este me ha llamado la atención en particular. La razón es simple: aunque un autogol siempre es un golpe bajo, no es lo mismo que haya sido Cristiano Ronaldo quien lo haya metido, o cometido. A él le duele más perder. El Ganador por excelencia, el pavo real que cree controlarlo todo y que odia perder, el representante de la cultura ganadora (o de la ansiedad de ganar), esta vez fue presa del azar. Operó inconscientemente en contra de su equipo, de sus ganas de ganar, pero sobre todo, de sí mismo. La serpiente se muerde la cola. Un guiño de Dios. Una paradoja en el tiempo. En el sistema. Una falla en la mátrix.

Un autogol es el acto de rebeldía máxima. Bello y absurdo, rompe con la lógica del juego. Un acto contranatura que paraliza. Desconcierta. Provoca reacciones inesperadas. Impredecibles. Y en ocasiones, violentas, como lo fue en el famoso caso de Andrés Escobar. Y aquí va el segundo autogol que merece ser nombrado y del que ya tanto se ha hablado. Sabemos la historia: El 22 de junio de 1994, en el Mundial de Estados Unidos, Colombia jugó contra el local en el estadio Rose Bowl de Los Ángeles ante más de 93.000 personas. En el minuto 13, Andrés Escobar intentó despejar el balón ante la presencia de un contrincante, John Harkes, pero algo salió mal y el balón acabó en su propio arco. El resto de la historia ya sabemos. “Nunca un gol había costado tan caro”, decía la prensa. Para sus hinchas hubiera sido más fácil verlo fracasar, jalarse un penal, fallar un gol. Pero en una cultura en la que es imperdonable perder, el autogol es un crimen. La sociedad no perdona el autogol así como no perdona el suicidio. No es porque el jugador haya faltado o traicionado al equipo, el punto es que su accidente desarma la lógica del fútbol mismo, del juego per se. Sentirse impotente es el principio de la Tragedia. Lo que no pudieron perdonarle a Escobar es haber sido presa del azar y haber terminado con la lógica del juego, pues en esa acción vieron reflejada su propia impotencia. Esta desgracia recordó que no siempre tenemos el control, que no siempre podemos escoger, que no ha sido tan simple como just do it. El accidente, ese acto torpe que descuadra los planes, devela un dilema más complejo: el destino. El misterio de la naturaleza, esa fuerza salvaje, que intercede en nuestra vida sin aviso previo. Sin lógica. Aquello que no podemos gobernar nos asusta, tanto que somos capaces de matar. Porque ese pequeño acto bello y torpe nos recuerda nuestra fragilidad, nuestra intrascendencia.

Por otro lado, y aquí es cuando se vuelve más compleja la cosa, ¿hasta qué punto es un accidente?, ¿qué de mí hay en él? Según Freud, los accidentes no existen. En otras palabras, todo accidente devela un deseo oculto. El impulso de Thánatos, o —como diría Poe— “el demonio de la perversidad”, es ese vértigo que me lleva al abismo. Algo de mí quiere caer. Algo de mí que no quiere ganar, y si se lo mira desde el punto de vista biológico, hay algo en mí que no quiere evolucionar. ¿Será?

Cuatro: Bartleby a la cancha

Mi mejor manera de enfrentar un partido de fútbol es quedarme en casa. Viendo la pantalla del televisor, sí, pero no precisamente el partido, sino una película barata, acompañada de un litro de helado. Saber que afuera se matan por ver personas persiguiendo un balón mientras yo tomo lentamente un helado me provoca una bella sensación. Como ganar un premio y no ir a recibirlo. Robar un banco y quemar el dinero. Sobrevivir al apocalipsis zombie bailando charleston. Debatir sobre la naturaleza del amor mientras se acaba el mundo (que no es poco para describir a la ciudad cuando hay partido). Hay, en esa acción, cierta rebeldía, parecida a la de un ser imaginario que marcara un autogol por convicción. Si un autogol accidental (si no es una redundancia) ya es de por sí bello, uno intencional sería un acto de valentía. En una realidad en la que no hay más opciones que ganar o perder (el hincha fiel prefiere que pierda su equipo a que gane con un autogol), ese autogol plantearía una nueva salida. Sería el limbo, el fuera de juego, Bartleby, que desde su pasividad, ataca al sistema cuando dice tranquilamente: “preferiría no hacerlo”. No hay violencia visible. No hay por donde atacar. Y eso es lo que desarma. “Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva”, dice Melville en Bartleby.

Yo me identifico con Bolaño y solo creería en un goleador que supiera marcar en su propio arco. Si Buñuel decía que el acto poético por excelencia es salir a la calle y matar a todos, un autogol por convicción sería algo parecido. Esta acción la cometería un héroe gris y silente, un antihéroe del fútbol, o más que antihéroe, una especie de kamikaze del fútbol. La escena es esta: El cielo está despejado, sin una sola nube. Las líneas blancas resplandecen sobre la hierba verde, verdísima. Después del solemne Himno Nacional, la selección juega la final del mundial contra Francia o Estados Unidos. Empieza el partido. Más o menos al minuto 16, el pequeño kamikaze, (que debería ser el mejor jugador) se detiene en la mitad de la cancha… Y gira. La hinchada se paraliza. Los jugadores lo miran desconcertados. Nadie entiende qué pasa. El Bartleby del fútbol corre, como el salmón, llevando el balón contracorriente. Veloz, atraviesa la cancha, y esquiva como un mago a los otros jugadores. Adversarios y colegas. Entonces llega al otro lado, sonríe ligeramente, y con toda la fuerza, dispara en su propio arco. El balón rompe el viento en cámara lenta. El arquero intenta detenerlo, pero se le va de las manos… Y pega centro.

El Tiempo se detiene.

El silencio aplasta el Estadio.

Los hinchas se congelan.

No hay pifeos ni barullos. Sus colegas no pueden reclamar por la misma razón que el jefe no puede reclamar a Bartleby. El equipo contrario no festeja: tampoco ha ganado.

Ha sido un error. Una paradoja en el juego.

Nadie entiende.

Después de traicionar a su bandera, que es una gran camiseta, el kamikaze del fútbol no podría regresar a su país. Su autogol le traería una especie de exilio. Sin patria, sin camiseta, sin público, quedaría desterrado. Condenado a vagar por las calles del mundo.

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