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Jorgenrique Adoum: Cuestión de pretérito

Foto: Archivo / El Telégrafo
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20 de julio de 2015 - 00:00 - Paola De la Vega. Gestora cultural y editora

Se repite mucho aquello de que uno muere, realmente, cuando los demás lo olvidan, decía Jorge Enrique Adoum. La muerte le importaba quizá por algo que solía repetir: “me preocupa que mueran antes que yo las personas que más amo”. Nada más. Sí, le preocupaba la muerte, pero la posteridad no, decía. Sin duda, hay una posteridad que los propios autores construyen en vida, a través de distintas estrategias que cuestionan ideas de autonomía y de estética pura, por ejemplo. Además de esos análisis, más relacionados a la sociología de la cultura, hay otra posteridad tras la muerte de un autor, de la que se ocupan editores, promotores, herederos y familiares, políticas culturales, instituciones, relacionándose o no entre sí.

Desde julio de 2009, tras la muerte de Adoum, se organizaron incontables homenajes, lecturas, encuentros sobre su obra, surgidos de iniciativas oficiales o independientes, que permiten que sus textos se relean, que se abran otras perspectivas críticas y que se activen nuevas lecturas. Pero, como ha pasado con varios autores ecuatorianos, sus documentos, manuscritos, objetos de memoria, y otras materias de su legado, así como las ediciones de sus textos, producidos dentro y fuera del país, se vuelven ‘inhallables’ o reposan en archivos familiares de acceso difícil. ¿Qué hay de la producción editorial de Archipiélago, por ejemplo, que con tanto cuidado llevaba Nicole Rouan, compañera de Adoum, quien editó varias de sus obras? ¿En dónde reposan los archivos de editoriales independientes, como esta, que suelen tener una vida corta, pero que han acogido y publicado primeras obras de autor y otros trabajos literarios de importancia?

Tras la muerte de Adoum, mantuve contacto con Nicole Rouan hasta poco antes de su muerte en julio de 2011. Participamos juntas en alguna feria del libro y un homenaje de la Fundación Cultural Ecuatoriano Libanesa en Quito. Una vez me contó que, junto con Alejandra Adoum, hija del escritor, preparaba el proyecto de un espacio dedicado a promover la obra de Jorgenrique —supongo que se trataba de una suerte de fundación de autor—, y también a poner a disposición de lectores interesados su biblioteca y sus documentos para investigadores, y otros fines. El espacio, que empezó a diseñar Handel Guayasamín, promocionaría también la poesía ecuatoriana en general. Nunca más oí nada de esta iniciativa. Por sobre los homenajes y los reconocimientos post mortem, urgen espacios dedicados a las memorias literarias, a organizarlas, volverlas públicas, promoverlas. Esto no es cuestión de pretérito, sino un ejercicio necesario para la investigación y crítica literaria en el país.

Hace pocos días se cumplieron seis años de la muerte de Adoum, a quien conocí a través de una serie de conversaciones que iniciamos en 2001 y que terminaron en un libro de entrevistas que Gescultura publicó en 2008. En esos diálogos, abordamos su infancia y juventud, sus vínculos intelectuales y afectivos con autores, especialmente latinoamericanos, que conoció en París: Carpentier, Rulfo, Cortázar, entre otros. Por supuesto, su relación con Pablo Neruda, de quien fue secretario, y otros temas como la relación de su literatura con la construcción de un proyecto de Nación, la identidad, los vínculos ética, poética y política y la complejidad de un autor que había experimentado todos los géneros literarios —aunque se lo recuerde sobre todo como poeta—, desde su primer libro de poesía Ecuador amargo (1949).

Tenía solo 21 años cuando lo visité por primera vez. Los análisis críticos —tanto literarios como personales—, anclados muchos de ellos en la supuesta arrogancia de quien forjó una amistad con varios escritores del boom, y en la izquierda burguesa anquilosada en la Casa de la Cultura Ecuatoriana (CCE), beneficiaria del proyecto de Benjamín Carrión, promotor y constructor de una cultura nacional, me resultaban entonces irrelevantes ante el valor de su práctica literaria y la calidad humana del Adoum que conocí, de gran generosidad y profundo sentido del humor y la ironía. Adoum trabajó con Carrión, Carrera Andrade, Alfredo Pareja Diezcanseco en la CCE; fue director de la editorial de esta institución y colaboraba con sus publicaciones: Diario del Ecuador, Letras del Ecuador y la revista Cultura. Frente a las críticas, decía con frecuencia una frase que recuerdo: “el hecho de habernos equivocado no prueba forzosamente que los demás tenían razón”.

A propósito de “nuestro libro”, intercambiamos varios correos electrónicos durante el proceso de edición del texto y después, cuando comenzamos a asistir juntos a las actividades de presentación del trabajo. ‘Cuestión de pretérito’ —título de este artículo— fue el nombre que Adoum le dio a uno de los últimos correos electrónicos —o “emilios” como los llamaba— que me envió en 2009, pidiéndome disculpas por demorar su respuesta, a propósito de un artículo sobre Juan Gelman que compartí con él. Esas disculpas eran frecuentes en sus comunicados: “jamás sé qué día es hoy, mucho menos la fecha”, escribía. Su tiempo transcurría de otra manera, poco entendía de fijar agendas y compromisos para meses posteriores y lejanos, a los que él veía como “la eternidad”. Era Nicole Rouan, su compañera, traductora y editora, quien se ocupaba de acordar y organizar las actividades en que participaría, y que en los últimos años de su vida fueron muchas.

Celebramos nuestros cumpleaños, que tienen apenas un día de diferencia, con la presentación del libro de entrevistas en Quito a fines de junio de 2008. Cuando me felicitó, me deseó salud, tranquilidad y paz, porque —decía— “no sé qué significa para cada uno la felicidad”. Alguna vez, Nicole le preguntó en una breve entrevista: “¿Cuál es tu sueño de la felicidad?”. Él contestó: “no tener ya nada que anhelar”. Al cabo de seis meses, lanzamos “nuestro libro” y Poesía hasta hoy 1949-2008 (editado por Archipiélago) en Ambato. Esta emotiva actividad, realizada en la Casa del Portal, lo reencontró con su ciudad natal a la que no había vuelto desde la infancia.

A inicios de 2009, tomé contacto con la Dirección de Literatura de Casa de América en Madrid, con la que había trabajado en la organización de un encuentro de editores iberoamericanos en 2006. Cuando fui estudiante en esta ciudad, observaba con frecuencia que esta y otras instituciones culturales dedicaban semanas completas a la lectura y reflexión sobre la producción literaria de distintos países de América Latina. En todos los años y las veces que pasé por ahí, poco o nada se conocía de la nuestra. Javier Vásconez, Leonardo Valencia, Gabriela Alemán, y por supuesto, Adoum, eran los nombres de escritores vivos de mayor resonancia entre algunos conocedores y especialistas. Propuse a Jorgenrique organizar una semana en Casa de América dedicada a un análisis crítico de su literatura, a la lectura de sus textos y a un acercamiento a su historia de vida. La idea lo entusiasmó. Poco después de darle forma a la propuesta, comencé a colaborar en un proyecto con el Ministerio de Cultura de Ecuador, al que resultó pertinente articular esta idea que, después de varias conversaciones, incorporaría voces próximas al trabajo literario de Adoum, y por las que él sentía gran estima: Ángela Vallvey (Premio Nadal 2002, que realizó además la selección de poemas incluidos en la antología poética de Adoum, publicada por editorial Visor), José García Sánchez (a quien se  conoce como ‘Chus Visor’, fundador y editor de Visor), y los autores españoles José Manuel Caballero Bonald y Rosa Montero.

El proyecto inicial se condensó finalmente en la preparación de una sola actividad que formaría parte de la Semana Cultural en Madrid, que coordiné para el Ministerio de Cultura y que se llevó a cabo en Casa de América en mayo de 2009. En la lectura de poemas, pensada como uno de los actos centrales de la semana, contaríamos con la presencia de Adoum, y la participación —luego de intensas gestiones— de Rosa Regàs, exdirectora general de la Biblioteca Nacional de España, Nicole Rouan y Ángela Vallvey.

Todo estaba listo para su llegada a Madrid. Dos noches antes del acto, mientras charlaba con unos amigos en un bar de Lavapiés, recibí una llamada de su hija, Rosángela, que cancelaba el viaje de su padre. Su salud se había debilitado en los últimos años; padecía de lesiones coronarias severas y una operación a la columna vertebral que le causaron una claudicación —de ahí el nombre de una de sus últimas antologías: Claudicación intermitente—. En ese entonces invadía el ambiente mundial el virus de la gripe porcina, con alto riesgo de contagio en aeropuertos, lo que le impidió de forma definitiva viajar a Madrid a último momento por recomendaciones médicas, especialmente de su amigo y cardiólogo, el poeta Eduardo Villacís. El acto se canceló. En algunas conversaciones informales con los responsables de Casa de América, interesados en la figura de Adoum, tocamos la posibilidad de postergar la actividad para meses siguientes. Nunca sucedió.

Jorgenrique murió el 3 de julio de 2009. Su despedida fue la ceremonia fúnebre más festiva a la que he ido: jazz, whisky y literatura. “Así lo quiso él”, me dijo Nicole, con la voz temblorosa y los ojos en lágrimas, cuando le ofrecí mi abrazo de condolencia en la Capilla del Hombre, donde bajo “el árbol de la vida” descansan los restos de Adoum junto a los de Oswaldo Guayasamín. “Vamos a extrañar tu sentido del humor intrínseco, expresado en tu vida y tus textos. Sobre todo, este último y terminante rasgo de ironía en la decisión de que tus parientes cremen tu cuerpo para no asistir a ningún juicio final ni a ninguna resurrección de la carne —porque nunca dudaste de tal improbabilidad— con el mismo cuerpo y alma que tuviste”, dijo como despedida el poeta Humberto Vinueza.

El último acto en memoria de Adoum en que participé fue la Feria del Libro de Santiago de Chile, en 2012, donde hablé de su relación con Neruda. Adoum dedicó varias páginas a su historia personal con el poeta chileno en su libro De cerca y de memoria. Las primeras líneas que hablan de Neruda cuentan que era común decir de él que parecía una cabeza mapuche o una esfinge, con los ojos entrecerrados como si se estuviera mirando por dentro sin mirar a su interlocutor. Neruda hablaba poco y en su casa rara vez se hablaba de literatura, era prohibido comentar su obra, se comentaba la de otros escritores; tenía pasión por los disfraces: se vestía de marino, de húsar o de camarero para atender a sus invitados. Quienes lo conocieron —contó Adoum— solían repetir que era vanidoso, arrogante, inmodesto y que el cargo diplomático parecía ser garantía de calidad literaria entre los latinoamericanos (refiriéndose a algunas críticas que comentaban que Asturias recibió el Nobel siendo Embajador de Guatemala, y Neruda, de la Embajada de Chile en Francia). Y afirma el escritor ecuatoriano, en De cerca y de memoria: “se percibía mal, y a la ligera, la certeza de su propio valor, la seguridad en sí mismo nacida de una evaluación precisa de su obra”.

Su trabajo de secretario consistía en pasar a máquina los textos que Neruda escribía con tinta verde a mano (entre sus objetos personales, Adoum guardaba uno de esos manuscritos, no recuerdo cuál). “El trabajo tenía dos vertientes: la poética y la política, puesto que él era senador. De modo que, por igual, me dictaba un discurso o yo copiaba poemas, porque siempre escribió a mano. No creo que él haya escrito jamás a máquina”, contaba. La casa de Neruda, sus charlas, sus libros, su trabajo con él, dejaron una importante marca en la primera producción literaria de Adoum, especialmente en Ecuador amargo (1949, Premio Nacional de Poesía). Lo acusaron de ser nerudiano. El propio Neruda le escribió que “tienes que librarte de un nerudismo que no te hace falta”. Un día le pregunté si le disgustaba. “Aquí, Jorge Adoum Nerudiano, es como si Nerudiano fuera el apellido de mi madre, como si fuera un delito, como si los otros no tuvieran influencia de nadie (…). Creo que me liberé con Los cuadernos de la tierra, me respondió aquella vez.

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