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Ensayo

El niño y la bestia o la violencia (m)animal

El niño y la bestia o la violencia (m)animal
05 de septiembre de 2016 - 00:00 - Juan Manuel Granja, Escritor y periodista

Diatribas, parrafadas (o su equivalente online: un ejército de posts) han crucificado a Suicide Squad por ser una de las peores-grandes-películas del año. Un filme que —con su presupuesto— supuestamente debería haber gustado a millones de personas, pero que terminó tropezando con sus propias armas: la acción por la acción, las peleas que aburren, esa violencia que explota y cuya sobreabundancia de imágenes veloces no nos hace estallar de emoción.

En la sala vecina, en cambio, otra historia, una película japonesa —El niño y la bestia— convertía la violencia en un potente recurso cinematográfico, y no en un simple accesorio confabulado con el branding de muñequitos violentamente simpáticos.

Este filme dirigido por Mamoru Hosoda, como mucha de la ficción japonesa de dibujos animados, ya sean series o largometrajes, presenta lo que se podría llamar una escena pedagógica convertida en historia de aventuras. Algo importante ocurre (un viaje, un extravío, una tragedia, un descubrimiento), algo que, en definitiva, altera la vida del protagonista. El joven aprendiz, por azar o persistencia, halla lo que necesitaba o lo que estas historias suelen decirnos que en esos casos se vuelve necesario: un maestro o figuras parentales que pueden asociarse al tutelaje.

Luego de una serie de humillaciones que le permiten enfrentarse a su propia ineptitud, el aprendiz consigue afinar sus habilidades, perfeccionarse, y luego de un enfrentamiento final (muchas veces apoteósico), devolverle al mundo o a su vida algo del equilibrio que había perdido al inicio de la historia.

A este esquema obedece El niño y la bestia, como también lo hace buena parte de la filmografía del ya retirado maestro del anime Hayao Miyazaki (El viaje de Chihiro, La princesa Mononoke, El viento se levanta) o incluso —en un tono menos artístico— la recordada serie sobre fútbol Supercampeones.

Esta película de Hosoda, también director de Los niños lobo (2012), es la historia de Ren, un niño que ha perdido a su madre y cuyo padre ha desaparecido. Desamparado y dolido, mientras atraviesa el hiperquinético y ultramoderno distrito de Shibuya en Tokyo, descubre un portal hacia otro mundo. Podría decirse que, como en una película de David Lynch o, de manera más cercana, como en El viaje de Chihiro, el trauma desdibuja la realidad. Se da una fractura dentro de la ficción y los compañeros de Ren por el resto del filme serán una serie de animales antropomórficos, los habitantes de un reino de apariencia medieval y casi utópica (un universo preindustrial muy alejado del ruido y el neón de Shibuya) donde, sin embargo, el acceso a una posición de honor depende, como si se tratara de una sociedad de samuráis, de las habilidades para el combate.

En efecto, una de las primeras escenas que Ren debe contemplar en este extraño nuevo mundo es la pelea de quien se convertirá en su futuro maestro, Kumatetsu, una especie de indisciplinado e indócil oso, contra Iozen, una especie de jabalí que muestra rasgos contrarios a los de Kumatetsu, pues es siempre diligente, ecuánime y entusiasta. Esta primera pelea, como no sucede con las estridentes escenas de acción de Suicide Squad, es poderosa y reveladora. Más que proyectar la inteligencia de Hosoda como director, nos presenta ese mundo de (m)animales, nos hace comprender a sus personajes principales, sus conflictos, las peculiaridades de esta dimensión que Ren (con nosotros) experimenta por primera vez.

El filme, además, consigue todo esto sin abusar de los flashbacks explicativos, sin exposiciones que obstruyan la acción, sin quitarle a la violencia su posibilidad de ser más que un pretexto para abrir el cajón de los efectos especiales. 

El filme guarda más sorpresas, pues, a diferencia de El viaje de Chihiro, la partida al otro mundo no separa al protagonista de su realidad original, de esa otra temporalidad que ha provocado la huida y a la vez ha posibilitado el encuentro de sí mismo. Así es, Ren deja el mundo de los animales humanoides y regresa a Tokyo cuando necesita hacerlo, es ahí donde halla la otra figura tutelar que hacía falta para complementar su formación, para asegurar el equilibrio de fuerzas de su ying yang: Kaede. Esta chica, además de sumar algo de romance a la historia, también se vuelve su maestra, pues introduce a Ren en la lectura y la escritura, en la cultura libresca a la que es totalmente ajeno.

A partir de este encuentro y de este nuevo entrenamiento, esta vez intelectual, es posible leer toda la película bajo otro foco. Así, el segmento del largometraje dedicado al adiestramiento físico y a la lucha heroica podría entenderse, más allá de su disciplinamiento, la sujeción que implica y la referencia a la animalidad o la domesticación, como una metáfora nostálgica del aprendizaje comunitario y precitadino. Por el contrario, en la dimensión «real» y cruda de Tokyo (el filme proyecta la metrópoli una y otra vez a través del grano empobrecido de las cámaras de seguridad que la auscultan), el aprendizaje se vuelve el asunto convencional y pedestre deseado para cualquier joven del mundo actual: su inscripción en el lenguaje escrito y, a través de él, en la civilización contemporánea así como en la impersonalidad de sus instituciones.

¿Violencia destructiva o instructiva? Más que decantarse por una u otra versión, puede decirse que El niño y la bestia nos enfrenta a la paradoja de esta pregunta. Si el mundo de los animales samuráis sirve de analogía o incluso como una forma de promocionar la escolaridad y cargar de heroicidad los prosaicos esfuerzos que requiere; o si, en realidad, funciona como crítica o contraste frente a los valores de la ciudad (letrada) contemporánea, la disyuntiva permanece abierta pues la película resiste varias lecturas y es posible sentarse a verla otra vez sin aburrirse. Sus escenas de pelea, su animación misma, las atmósferas que ofrece su banda sonora (sin sobrecarga de música pop de cajón), así como la batalla final con su referencia a Moby Dick (la sombra de una enorme ballena «nada» por las calles de Tokyo causando destrozos), valen al menos una vuelta más.

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