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El Telégrafo
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Editar engendros

Editar engendros
Foto: Miguel Castro / El Telégrafo
01 de agosto de 2016 - 00:00 - Diego Cazar Baquero

Mi idea como editor suele ser la misma demasiado a menudo: quiero textos únicos y memorables. Si hay buen reporteo, el texto será incuestionable; si hay buen trabajo de escritura, será perdurable, pero si hay buena edición, que es siempre otra reescritura, será memorable.

Diego Fonseca

Hay oficios incomprensibles e incomprendidos. Hay unos que aparentan ser inútiles pero están diseñados para sorprendernos en un momento preciso, aunque este demore en llegar. Y hay oficios que confrontan talento y petulancia hasta sacudir lo que más creemos amar de nosotros mismos. Ser editor de textos es uno de ellos.

Una mañana, un taller, un texto, un editor y su autor: yo. Era el momento de revisar las observaciones al trabajo de varias semanas y esperaba buenas noticias. Pero un editor no está para dar buenas noticias sino para obtener buenos textos. Diego Fonseca, editor adjunto de Etiqueta Negra, estaba ahí para eso, y su modo de hacerlo era —como lo ha sido siempre— procurar ser el autor, es decir, adaptarse a su voz pero, al mismo tiempo, labrar un texto comprensible para los lectores. Todo eso implica, de algún modo, reescribir los textos de otros.

El archivo corregido que Diego me devolvió me recordó los mapas de colores en los que quedaban convertidos los printers de diario Hoy cuando empecé como corrector de pruebas. Con el agravante de que esta vez era mío el territorio escrito que había sido comentado al margen —claro, no con esas marañas de tinta con las que había que corregir el diario, sino con la elegancia de quien usa el lenguaje para hacerse entender, para orientar y para conseguir su objetivo con pausa y rigor.

No sigas retrasando al personaje, ponelo antes...

Se me escapa la metáfora...

Talvez metiendo las uñas en la frase anterior

Hay autores que, imbuidos del carácter foucaultiano de autoridad que a veces creen que les da su condición, se sienten atacados cuando un editor cercena sus frases, las reacomoda, sugiere adjetivos más precisos o —lo que es más común— tacha ciertos adjetivos, algunas oraciones, incluso párrafos completos. Autores de esta especie parecerían buscar algún tipo de fama absurda o, de plano, libran una cruenta batalla en contra de su ego descarriado. Seguramente no saben que los textos más recordados de la historia del periodismo no son obra únicamente de sus autores —ensimismados en delirios de ermitaños— sino el resultado de un trabajo conjunto con un editor.

Por fortuna, hay quienes reconocen el valor del oficio. El mismo Diego, en un correo electrónico, me contaba que el escritor nicaragüense y exvicepresidente de su país, Sergio Ramírez, le había hecho una confesión: «Mi cultura latina es bastante ajena a la del editor anglosajón, que puede intervenir en el texto narrativo, y, a veces, se vuelve coautor […]». Sergio se lo había dicho luego de que Diego editara un trabajo que fue incluido en el libro de crónicas Crecer a golpes (2013). «Uno aprende a ver el punto de vista interventor —le había dicho—, y a reflexionar sobre el texto, algo que para mí ha sido siempre un asunto de soledad, como escritor de ficciones…».

El periodista mexicano Wilbert Torre, Premio Internacional de Periodismo Proceso 2011 por ‘El bombero al que nadie llamó’, y autor de los libros Obama latino y Todo por una manzana, ha trabajado como corresponsal de Etiqueta Negra en EE.UU. y ha sido también editado por Diego. Por eso le dijo un día, a modo de agradecimiento por haber afinado uno de sus textos: «Un buen editor debe ser capaz de advertirte sobre partes de escritura tremendista que brillan como el cobre y esas partes cursis o clichés y lugares comunes que tan mal le sientan a una historia […]. Un editor está supuesto a hacer todo eso y más. Pero para mí su fuerza vital es la de un acompañante permanente en la historia. Un confidente a quien citas para compartir dudas y expectativas. Un buen editor debe estar siempre presente y desaparecer en la historia».

Mi proyecto de texto que fue objeto del taller con Diego Fonseca no ha sido publicado todavía —años después de iniciado— pues las observaciones del editor develaron no solo los problemas que estaban ahí, en la sucesión de palabras escritas, sino en la concepción misma del tema que me había planteado tratar.

 La escena no es muy trascendente.

Que los diálogos tengan alguna conexión con tu tesis o con la psicología del personaje...

No estoy tan convencido de que la imagen sea suficientemente poderosa…

Una de las premisas que sostienen el discurso de Diego Fonseca como facilitador de talleres de edición de textos es que con cada enunciación, con cada frase escrita, entregamos una promesa a nuestros lectores. No podemos traicionarlos. Por eso hay historias que no pueden ser publicadas nunca y es mejor que así sea, por respeto a los lectores, por respeto al autor y a su editor, por respeto al medio en el cual se difundirá y por respeto, sobre todo, al oficio que todos compartimos a diario: comunicarnos.

Hay quienes osan vivir de dictar talleres en los que dicen que enseñan a escribir, pero no aceptan que sus propios textos pasen por las manos de otro antes de ser publicados. Hay quienes rompen amistades porque se toman a pecho que su editor y amigo les pinte tildes, moche comas o mande a rehacer un texto impublicable. Hay quienes se quejan de que nunca antes alguien había sido tan irrespetuoso. Imaginemos lo que estos intocables dirían si los comentarios a sus textos fueran los de Diego Fonseca:

Que las definiciones centrales de la historia, a esta altura, no salgan de boca de tu protagonista sino de un secundario, no habla bien del reporteo sobre tu protagonista.

Trabajá esa idea, exponela al principio con claridad: metenos en tema…

¿Cómo le dices a un fanático de sus propios escritos que una coma separando sujeto de predicado activa todas las alertas de un texto fallido?

Cuando escribimos engendramos, nutrimos y más tarde parimos textos. El buen editor —mejor que cualquier obstetra, pues se permite crudeza y honestidad por unos pocos billetes— acompaña el proceso como un verdugo ancestral que, sin decirlo, deja algo en el camino para que uno lo descubra después, ya en la soledad y en el vacío que el texto publicado y a veces olvidado nos devuelve. ¿Acaso somos mejores que alguien más porque haya aparecido nuestro nombre antes o después de un texto publicado? ¿Nos cuesta mucho plegarnos a la mirada de un editor y desprendernos de nuestros queridos engendros? ¿O mendigamos centavitos de fama? ¡Bullshit! Escribir —en este sentido— no es más que nudismo entre mutilados.

Cabe reconocer que hay editores que harían mejor de destazadores y a lo mejor hasta se divertirían más. Hallar a un buen editor es un privilegio que escasea, por eso es un honor invaluable contar con ese orfebre que acoja a nuestros engendros y los convierta en piezas mínimamente merecedoras de ocupar un sitio en la memoria de alguien, y que, encima, no aparezca nunca, para que se destaque tan solo la firma presuntuosa del autor.

(Este texto pasó también por el ojo clínico de un editor, antes de que usted, lector, lectora, lo pueda leer. Como tiene que ser).

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