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Literatura

David Foster Wallace: el hombre que escribía ensayos antes de morir

Foto tomada de la web http://animalnewyork.com
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27 de abril de 2015 - 00:00 - Christian J. Kanahuaty, Escritor

Cuando David Foster Wallace fue encontrado muerto en su casa, por su esposa, aún el mundo no se había recuperado del estremecimiento después de haberlo leído. Sus novelas, los libros de cuentos, su libro sobre el infinito, aquellas crónicas y sus libros de ensayos estaban a punto de detonar una onda expansiva en toda la literatura, comparable quizá a la causada por la muerte de otro escritor: Roberto Bolaño, chileno de origen, mexicano de adopción y cuya obra aún se traduce a varios idiomas, metabolizando la narrativa de los nuevos escritores y haciendo de la poesía (género que también cultivó el chileno), una de las formas más sensibles con las cuales se podría mirar con los ojos abiertos los laberintos de la oscuridad.

Sin embargo, evitando las comparaciones y haciendo más bien un recorte, hablaremos en esta oportunidad de David Foster Wallace. Aquel que luego de la publicación de su segunda novela, La broma infinita, se asentaría como una de las voces más lúcidas e inquebrantables de la literatura en los Estados Unidos.

Foster Wallace fue un narrador que supo conjugar tres vertientes de las tradiciones más diversas: el experimentalismo, la novela de ideas, la crítica cultural. De ser un latinoamericano, afincado en los años sesenta, hubiera sido considerado como intelectual total. Sus libros, al ser escritos bajo las premisas de ideas como el aburrimiento (El rey pálido) o la crítica a la sociedad del consumo (La broma infinita), y la desazón suprema de la modernidad (el libro de cuentos Extinción), marcan y acentúan la senda abierta por escritores polemistas como Truman Capote, Norman Mailer, Thomas Pynchon y Don DeLillo. De todos ellos, Foster Wallace toma una partícula para descomponerla fríamente y luego sacar un ‘producto’ mejorado y altamente sofisticado, y con alardes de estilo poco frecuentes en una literatura que se preocupaba más de narrar que de la forma en que se narra.

Hemos dicho ya que Foster Wallace se nutrió del experimentalismo, sobre todo de los juegos del lenguaje. Cercano a Joyce, Wallace no establece al lenguaje como la última morada, sino que es en él, y por medio de él, como vehículo, que uno puede criticar a la sociedad; puede establecer la relación exacta entre sociedad y tiempo. F. W. no veía el tiempo como un tiempo político o como un período del ser, sino más bien como un tiempo ondulante, generador de realidad. El tiempo como estructura de las cosas que funcionan y tienen vida. Quizá por ello el ensayo sobre el diccionario de lengua inglesa que se encuentra en Hablemos de langostas marca a un ser preocupado por las palabras y su etimología, pues a través de ella puede dar cuenta de su potencia cuando se usa determinada palabra al interior de un escrito de ficción. Esta es una declaración de principios en la que el verdadero Foster Wallace sale a la luz, en una especie de autobiografía. El miedo, las dudas y las fuerzas mentales lo ayudaron a pasar de la pragmática del lenguaje dentro de un ambiente rigurosamente académico a los juegos lingüísticos dentro de un campo delimitado por la creación estética. 

Al igual que Camus, Sartre y Kafka o en su defecto, cercano a Simone de Beauvoir y Roger Peyrefitte, Wallace nos habla en sus escritos desde ideas claras. Su arquitectura textual no se sostiene solo por el acto de contar algo ni sobre el arco del cómo contar algo, sino que se asienta sobre el piso del ‘qué contar’. Lo que detona en Wallace la necesidad de narrar es la presencia de una idea, que se deriva en varias: el aburrimiento que deviene  miedo, asco, sexo, drogas, delirios, etc.

Estos son algunos de los motivos con los cuales él construyó la mayor cantidad de sus obras de ficción. En ellas no se encuentra un placer por contar, sino por reflexionar. De ahí que sus párrafos estén compuestos por cadenas de oraciones subordinadas que laten al mismo ritmo que las digresiones de sus personajes y establecen una perspectiva que es difícil contradecir, porque lo que establecen no es un juego narrativo, sino un artefacto retórico, que envuelve al lector a través de las cientos de páginas que compone el argumento total de aquello que se narra. Siendo así, parece estar en un segundo plano la historia, y tal como en el caso de Víctor Hugo, las ideas con las cuales establece cada capítulo hablan de ese contexto (ficcional) como del contexto de realidad (en que fue y es leída la obra), que parece, a su vez, estar asfixiada en su obra.

El círculo de la escritura de Wallace se cierra con la crítica a la cultura que encontramos latente en cada libro suyo. No es esta una crítica desde la modernidad o desde la posmodernidad, sino desde la tradición. En ese sentido, Foster Wallace, parece más un escritor conservador que un escritor revolucionario. Y esto juega en un doble sentido, en principio porque él tomó prestado mucho de los elementos que definen a Thomas Pynchon como uno de los escritores posmodernos por excelencia, pero lo hace llevando esas reglas pinchoneanas a la cancha de la tradición y haciéndolas crujir para extraer de ellas no la pose, sino lo esencial y lo que hay de nuevo: la apuesta por la recuperación del lenguaje como mecanismo de interpelación entre los sujetos, entre los interlocutores, entre lector y escritor. Para Foster Wallace, el lenguaje es parte de una tradición que hay que recuperar y es por ello que su apego hacia esta serie de signos es intelectual y nominalista. Sabe que en el nombre está el verdadero sentido de las cosas. 

Siguiendo esta línea,  diremos que los libros que David Foster Wallace escribió antes de morir, a parte de la novela inacabada El rey pálido, son una forma de ensamblar estas tres formas —la interpelación, interlocución y apelación entre lector y escritor—, y dar cuenta de que la realidad es tan compleja que para dar cuenta de ella son necesarios mecanismos escriturales complejos y sofisticados que borren las diferencias entre los géneros y que los muten desde dentro.

Hablemos de langostas, Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, Esto es agua, En cuerpo y en lo otro; Fate, Time, and Language: An Essay on Free Will, Todo y más, Una breve historia del infinito: son las apuestas duras de Foster Wallace, aquellas en las que la razón evitaba a la ficción, aunque ella nunca estuvo lejos porque, incluso dentro de los textos de crónica, él podía poner una dosis de humor y de narración que hacía de sus textos no solo productos casi cinematográficos, sino textos susceptibles a ser invocados como ejemplos de narraciones perfectas, cuando en verdad, lo que estaban haciendo era problematizar cuestiones como la industria de porno, las ecuaciones y las investigaciones sobre el infinito, los cruceros de lujo y toda la industria que está por debajo de ellos, Dostoyevski, tenis, Robocop, ciencia ficción, literatura joven norteamericana. Todos esos temas eran en realidad una excusa para mantener alerta a un cerebro que necesitaba más de lo que le daba Wallace. La ficción y la realidad eran una misma cosa.

Los ensayos, para él, eran la puerta de salvación a la infinita elucubración de la ficción, donde cada página podía costarle días de trabajo sostenido y muchos episodios de ansiedad, miedo, rabia y lujuria. Porque la imaginación de Wallace debía ser canalizada y él, a veces lo hacía por medio del sexo, de las drogas blandas, del alcohol, de la escritura, al final, de la reflexión y las pastillas.

En otras palabras, lo que hizo David Foster Wallace es un acto de escapismo.

La ficción no fue suficiente.

La realidad era algo que debía capturar para seguir viviendo y no pensar en que todo podría ser ficción y la locura, de ser este el caso, no desaprovecharía la oportunidad para apoderarse de él.

Así que hizo lo que mejor pudo.

Aceptó su intelecto y lo usó para hacer de él su mejor arma contra la realidad tirana.

David Foster Wallace agarró la realidad y la desmenuzó frente a nuestros ojos, porque era la única posibilidad para seguir viviendo. Darle sentido a la realidad por medios lógicos. La razón ante todo. Basta de pensar en la sospecha de la narración, basta de intuir que las fisuras del lenguaje deben ser zanjadas en el acto lingüístico narrativo. Alto a poner a las personas imaginarias por delante de las personas reales.

El acto de Foster Wallace, al aceptar los encargos de crónicas, reportajes y ensayos de las revistas donde publicó inicialmente los trabajos que luego se recopilarían en los libros que hemos mencionado, fue un acto desesperado que le quitaba el tiempo a sus mega proyecto literario, pero le daban más y más horas de vida: la búsqueda de la perfección hacía que sus trabajos crecieran y crecieran. Por ejemplo, el libro Todo y más. Una breve historia del infinito fue un pedido de un artículo de no más de diez páginas y terminó convirtiéndose en un libro de casi trescientas.

No fue por casualidad. Wallace necesitaba ese crecimiento porque así se daba a sí mismo más días de vida. Evitaba la reclusión de la ficción y se adentraba en la reclusión de la razón, que al final, era para él más sana que la otra porque así, al menos, lo acercaba a las personas.

Sus proyectos literarios siempre le parecieron de poca importancia como para contárselos a los demás, siempre dudó de ellos y siempre sintió timidez sobre sus escritos, aun cuando amigos suyos como Don DeLillo  o Jonathan Franzen sintieran un profundo respeto por su obra y siempre se encargaran de repetirle que su trabajo no solo era original, sino que era implacable. Pero esto a David Foster Wallace no le importaba y lo único que alejaba esas dudas de su cabeza eran los proyectos lógicos de investigación tanto científica como periodística que realizaba de tanto en tanto. Esos trabajos le daban orgullo y sentía que en ellos, además, había puesto lo mejor de sí.

De esta manera, en el momento en que uno lee a Foster Wallace entiende que su proyecto es entrar a la posteridad, hablando de la posteridad. Reflexionando sobre sus dimensiones desde la cultura de masas, desde su experiencia: fobias y filias, desde su autobiografía y desde esa forma en que tenía de mirar las cosas más sutiles y encontrar en ellas la explicación de un todo. La larga investigación sobre la industria del porno en Hablemos de langostas es un claro ejemplo de esto, junto quizás con su ensayo sobre el tenis.

***

Cuando es otro día aburrido y no queda nada más que decir, se busca en los canales y no hay nada que ver, quizás uno se desespera e incluso este se le antoja como el instante perfecto, podemos pensar que él aún está aquí, ahí, sintonizando el canal de televisión, junto a otras personas (sus vecinos) viendo cómo todo arde el 11 de septiembre de 2001, y resuenan en nuestras mentes esas palabras de desazón suprema que él pudo escribir con la frialdad de quien sabe que todo ha cambiado de una vez y para siempre. Foster Wallace dice que todo está ardiendo y que las banderas que ondean y que simbolizan a la gran nación que pudo ser no son más que las reminiscencias de un pasado que no se quiere abandonar porque la imagen y la fuerza del presente son más aterradoras que todas las películas del juicio final creadas en las últimas décadas.

Hay que volver al principio y entender que la lógica —en desuso en la actualidad— salvó a Wallace unas cuantas veces. Que su entrada en el suicidio fue la forma en que pudo poner al fin un punto final a la exploración que él había iniciado a los siete años al escribir su primer cuento en un cuaderno escolar que quedaría guardado a través de los años.

Foster Wallace puede parecer un hombre grueso con una pañoleta amarrada en la frente, pero es un tipo que escribía ensayos antes de morir. Escribía ensayos para no morir. Era su modo de estar en el mundo a través de la razón, para encontrar las repuestas a sus preguntas, aquellas reflejadas en Esto es agua, por ejemplo.

Preguntas y respuestas que no solo tenían que ver con la literatura, sino con la forma en que el hombre establece un contacto con el otro. Era su forma de decir que antes del final, uno puede aún conectar y dejar de ser una pelota de pinball echada al aire por Dios; que uno está en el medio día de su existencia cuando aún tiene mucho tiempo para ser mejor y para entender el movimiento de las cosas. Pero su voz, aquella voz tímida, entrecortada, reflexiva y a veces en una velocidad inferior al pensamiento, quedó en sus escritos y en ese polvo estelar a partir del que Jonathan Franzer cumpliera su palabra y echara sus cenizas desde una isla al Sur de Chile.

David Foster Wallace, quien escribió novelas, cuentos y crónicas, encontró la forma de darle tiempo a su respiración, a través de los ensayos y de la razón. Porque lo suyo era una manera de decir las cosas más sencillas del modo más complicado posible. Él no estaba listo para irse, era un diletante, una existencia que deseaba una vida sencilla, que solo deseaba romper las reglas para poder reinventarse constantemente. Pero le faltó tiempo. Le faltó espacio. Le faltó, como a muchos de nosotros, valor y templanza, para respirar y encontrar quizá en nuevos proyectos una forma de seguir con vida. Pero está claro que eso hubiera significado más farsas. La opción por la vedad era el suicidio.

El mayor ejercicio de autoconocimiento, para Foster Wallace era llevar a cabo ese último proyecto. Renunciar. Olvidar el pedo de la culpa. Abandonar el rencor y la autojustificación. Suicidarse era darse una respuesta unificadora.

El todo. Todo o nada. Vida o muerte. Novela total o no. Cuentos posmodernos. Cuentos modernos. Crónicas sofisticadas. Autorretratos. Ensayos matemáticos. Todo en los extremos, en las antípodas de la convencionalidad o de la mesura.

Ahí terminó su vida. La edad de la razón superó la edad de la inocencia y encontró la muerte. La única puerta que queda por abrir luego de deambular buscando respuestas y explorando preguntas, desde la literatura, desde la lingüística, desde la especificidad de la pragmática, desde la crónica, y al final, desde el ensayo. No había más. Todo estaba hecho y la muerte, que siempre seduce, fue en ese 12 de septiembre de 2008, la que presentó sus mejores argumentos. Y ante ellos Wallace solo pudo garabatear, en un arrebato momentáneo de razón, una nota a su esposa. Una nota donde más que explicarle sus motivos, le decía lo que debía hacer el día después de su muerte.

***

Lo que nos resta es estar quietos. Detenernos en el tiempo. Esperar. Contemplar. No salir a buscar nada y dejar el miedo en la libreta de notas de siempre.

Repetir un nombre. El que sea. El que mejor se convine con nosotros. Levantar el teléfono o sacarlo del bolsillo o de la cartera y marcar el número de alguien conocido. Quedar para almorzar uno de los días próximos y no cancelar la cita. No todo está perdido.

Foster Wallace estará ahí y nosotros también y quizá así dejemos de escribir por horas y horas; estaremos conversando con alguien, que al final era lo que David Foster Wallace buscaba: solamente conversar con alguien mientras caía la tarde y las banderas de los edificios aún ondeaban en medio del viento del invierno.

Hablar unas horas más, postergar el regreso a casa, porque en casa solo espera el trabajo y fuera…, afuera está la vida y las personas que saben nuestros nombres y no hay mejor sensación que ingresar a un lugar y que todos te llamen por tu nombre y que no les importe lo que hiciste o publicaste.

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