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Música

‘Betty Brew’, la musa de un disco mítico

Tomada del perfil de Flickr de Jason Hickey.
Tomada del perfil de Flickr de Jason Hickey.
27 de julio de 2015 - 00:00 - Jorge Basilago, Periodista

A fines de los sesenta, en Nueva York, había un club, The Cellar, donde la vanguardia artística más alocada se sentía como en casa. Por allí aparecía a menudo Jimi Hendrix con su andar lisérgico y sus ropas multicolores. O ese incontenible manojo de soul y funk llamado James Brown, que compartía mesa y charla con su colega psicodélico Sly Stone. Y casi todos los miembros de Motown, la factoría de éxitos de Berry Gordy. Peinados afro, trips cósmicos, Black y Flower Power en su máxima expresión.

La anfitriona del lugar era una bella modelo, Betty Mabry, que renegaba de su profesión porque no hacía falta “tener cerebro” para ejercerla. Quería ser cantante y compositora funk, y la mayoría de los músicos le prometían el estrellato si aceptaba irse a la cama con ellos. Betty, por cuenta propia, ya había logrado cierto reconocimiento con su canción Uptown (to Harlem), interpretada por los Chambers Brothers, un suceso de ventas en 1967. Pero la historia de la música le guardaba un sitio en otro género y en otra parte.

No muy lejos de The Cellar estaba The Village Gate. Un sitio muy distinto, frecuentado por la crema y nata del jazz: Dave Brubeck, Art Blakey, John Coltrane… Y Miles Davis. El consagrado trompetista, a los 41 años, atravesaba la crisis de la mediana edad combinada con el enésimo intento de abandonar la heroína, el divorcio de su esposa Frances tras una década de matrimonio tumultuoso, y un cierto estancamiento musical. Justo él, quien llegó a jactarse de haber torcido el curso de la música “cinco o seis veces” en su vida, tenía dificultades para encontrar un nuevo rumbo.

Entonces la vio: delgada, fresca, cimbreante, de piernas interminables, ajena a ese ámbito de gente madura y sobrio vestir, Betty entró en una de las cabinas telefónicas del Village. Miles envió a un amigo a preguntarle si se tomaría un trago con él, la joven aspirante a estrella dijo “por qué no” y ya no se separaron. Los escépticos vieron una gran diferencia de edades e intereses. Ellos también, pero no como obstáculo, sino como clave.

Un cambio radical

A poco de conocerla, en Davis se operó un cambio radical. En todo sentido. Menos trajes oscuros y más cuero, pieles y colores vivos. Adiós -en realidad, sería un “hasta luego”- a las drogas y bienvenido el entrenamiento físico. Y, finalmente, la música: Betty le presentó a sus compinches de The Cellar, a quienes Miles jamás había escuchado, y ellos le dieron la llave para abrir la puerta de su inspiración atrapada. Algo de experimentación eléctrica y rockera de la mano de Hendrix; pulsos funky y soul por parte de Brown y Sly and The Family Stone; una pizca de rhythm & blues más allá…

Pero el modo de transformar ese viraje en un estilo no fue tan veloz o repentino. Casi todos los géneros ya habían avanzado hacia la “electrificación”, pero al jazz le costaba dejar el mundo acústico. Con su quinteto de entonces, Miles inició la transición en 1967: Herbie Hancock y su posterior reemplazante, Chick Corea, cambiaron los pianos Steinway por unos Fender Rhodes eléctricos; Ron Carter y luego Dave Holland hicieron otro tanto en el bajo. Y así grabaron In a silent way y Filles de Kilimanjaro: dos álbumes de búsqueda progresiva en dos años de grandes cimbronazos para la humanidad, del Mayo Francés al primer hombre en la luna. Imposible pensar que todo haya sido casualidad. “No estaba preparado para ser un recuerdo todavía”, advirtió un Miles que volvía a estar de moda y aún quería más.

Betty Mabry, que ya era Betty Davis, sale retratada en la tapa de Filles de Kilimanjaro y es la musa inspiradora de dos de sus pistas: Frelon Brun y Mademoiselle Mabry. Un reconocimiento de su pareja, que intentó también cumplirle el sueño del disco propio pero se arrepintió a medio camino. Miles, después de rodearla de un seleccionado de músicos notables -como el saxofonista Wayne Shorter y el guitarrista John McLaughlin, entre otros- y del productor estrella de Columbia, Teo Macero, pidió al sello que archivara las cintas. Sin explicaciones, como si hubiese dado un paso en falso. “Él temía que yo lo dejara si me hacía famosa”, lamentó Betty.

Bitches Brew

No faltan quienes sospechan, sin embargo, que esa grabación fallida fue el nexo entre In a silent way y lo que vendría después, que se llamó Bitches Brew, vaya coincidencia, porque así lo pidió Betty. Aunque las teorías sobre el sentido real de ese nombre son tantas, y tan contradictorias, que ya nadie sabe muy bien cuál es la menos improbable de todas. Lo cierto es que varios de los artistas que tocaron junto a Mabry, sumados a Macero, el quinteto de Miles y algunos invitados, entraron al estudio B de Columbia en agosto de 1969 y salieron de él con un doble LP mítico que cortaría de un tajo el devenir del jazz en las dos décadas siguientes. Allí nació la fusión jazz-rock, que daría luego paso al jazz modal.

Fueron tres mañanas de verano. Sin más partituras que unas cuantas anotaciones para los pianistas. Con muy pocos ensayos. Con trece músicos de los cuales la mitad no tocaban juntos con frecuencia y con un repertorio que solo conocían en parte. Con la cinta siempre corriendo, capturándolo todo. Con dos secciones rítmicas -batería, bajo y percusión- y hasta tres pianos marchando a la par. Con ejecutantes que cambiaron de instrumento exclusivamente para esa grabación, como el saxofonista Bennie Maupin, que tomó el clarinete bajo a pedido de Miles. O como Don Alias, convocado para tocar las congas, que saltó a la batería cuando Lenny White no pudo dar el ritmo en Miles runs the voodoo down.

Casi todo fue generación espontánea, una enorme jam session con múltiples inicios y detenciones, comienzos falsos e indicaciones del líder que se oyen en la placa: “John”, susurra Miles en medio del tema epónimo del disco; y McLaughlin le da un solo. Lo mismo sucede con los demás. “Prácticamente todas las cosas que hicimos fueron primeras tomas. Rara vez tuvimos una segunda toma de algo”, decía Alias. “Cuando terminamos con eso, no sabía que sería tan grande como lo fue”, admitió Macero, quien demoró varias semanas en ensamblar todo aquel material para darle la coherencia necesaria. Su labor de edición y posproducción en ese álbum, aún hoy, es considerada una referencia insoslayable y adelantada a su época. Aunque la última palabra, siempre, era del trompetista.

Visión incompleta, visión divina

El propio Davis tenía una visión incompleta o fragmentaria de lo que buscaba con ese experimento. Los dos temas incluidos en el primero de los LP, ‘Pharaoh’s Dance’ y ‘Bitches Brew’, jamás tocados en vivo, los “terminó a mano” el productor, con tantos efectos y ediciones que los propios músicos no lograron reconocer lo grabado al escucharlo por primera vez. Y dos segmentos del segundo tema, en los que no participa el trompetista, se convirtieron en una pista independiente del LP restante, titulada ‘John McLaughlin’. “Siempre había mucha magia cuando tocabas con Miles. Muchos desafíos. Tenías que estar preparado para lo inesperado”, dijo cierta vez el baterista Jack DeJohnette, miembro estable del quinteto de Davis por esos años.

Otro de sus laderos habituales, Chick Corea, lo comparó con “un dios”. Pero de esos terrenales, al estilo griego, de los que en medio de sus visiones divinas dudaban y competían: siempre que interpretaba temas ajenos, como el ‘Pharaoh’s Dance’ del tecladista austríaco Joe Zawinul, deshacía las partituras a su antojo, para imprimirles su firma personal. Aun así, era habitual en él generar entre los músicos y colaboradores una atmósfera de libertad absoluta, en la que todo intento era válido y cada satélite podía alcanzar el centro del universo al menos por un instante. Aun siendo competitivo, Miles sabía muy bien cómo potenciar la creatividad de sus socios.

“Conocer a Miles me permitió desarrollar una voz personal, porque con el uso del clarinete bajo que es tan prominente en Bitches Brew, me dio carta blanca para hacer lo que quisiera con las texturas”, lo elogió Maupin. No por casualidad, de aquel Big Bang sonoro surgieron tantos líderes de bandas y ensambles fundamentales: Zawinul y Shorter pronto crearon Weather Report; Corea reclutó a un joven Al Di Meola para armar Return to Forever; McLaughlin se lució con la Mahavishnu Orchestra… Entre todos pusieron a girar el “planeta jazz” en órbitas antes inexploradas.

La forma del viento

El sello Columbia lanzó el doble LP a comienzos de 1970. Los puristas, siempre reacios a la innovación, dijeron que eso no era jazz. Y no lo era, en el sentido literal. Como tampoco era rock o funk o soul o música africana… Era un caldero chamánico donde todo borbotaba entre distorsiones eléctricas, loops hipnóticos y reverberancias inquietantes. Etiquetar a Bitches Brew es como querer descubrir la forma del viento. Acaso solamente el responsable de la portada del disco, Mati Klarwein, pudo plasmar su esencia en una sola imagen: alemán de padres judíos, criado en Palestina y convertido en artista en París, llevaba en su ser tan diversos ingredientes como el trabajo de Miles y sus muchachos.

La placa fue un sorpresivo suceso comercial. No por su calidad, aún hoy revolucionaria -¿o re-evolucionaria?-, sino por sus características: con varias pistas de más de quince minutos, sin estribillos pegadizos y con líneas melódicas y rítmicas muy complejas, está claro que su destino no era el público masivo. Pero vendió 400 000 copias y puso a Miles Davis a la altura de una estrella de rock. Había cambiado el rumbo de la música una vez más. Y en el trayecto se había reinventado a sí mismo.

Con una ayudita de Betty, claro, que vio aquel éxito desde lejos. Porque su matrimonio con Miles terminó casi al mismo tiempo que las grabaciones del álbum, a fines de 1969. “Él se ponía muy físico algunas veces, y yo no quería quedar atrapada en una relación abusiva”, dijo ella sobre la conducta violenta de su exesposo, obsesionado con la idea de que Hendrix era su amante. Pese a la separación, conservó el apellido Davis aunque bien podría haberse rebautizado ‘Betty Brew’. Grabó un par de discos que pasaron casi desapercibidos y abandonó los escenarios en 1979, mientras Miles se debatía en una nueva espiral autodestructiva que lo mantuvo lejos de la música hasta entrados los ochenta. Hay quienes dicen que la relación entre ellos fue fugaz. Pero Bitches Brew opina lo contrario.

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