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Barbies existenciales y pasteles de fresa: Sofía Coppola, profundamente light

Barbies existenciales y pasteles de fresa: Sofía Coppola, profundamente light
21 de diciembre de 2015 - 00:00 - Ana Cristina Franco Varea. Cineasta y escritora

Matar al padre

Al ‘googlear’ el nombre de Sofía Coppola, primero aparecen artículos relacionados a su padre, Francis Ford Coppola; su primo, Nicolas Cage, o su exmarido, Spike Jonze. No debe ser fácil ser hijo de un famoso. Y menos si el famoso es Francis Ford Coppola: Cuando Sofía decidió seguir la misma carrera que su padre, en los noventa, Coppola no hacía cine, Coppola era el cine. Pero cuando ella empezó, su padre no tenía su mejor época. Había perdido todo, incluso a su hijo Gio.

Coppola hizo El padrino III para recuperar su fortuna y su nombre. La película no tuvo la misma acogida que las anteriores y el papel de Mary Corleone (interpretado por Sofía), fue criticado por los medios. A ella no le importó mucho: ya tenía claro que lo suyo estaba detrás de las cámaras. Por esa época escribió el guión de Vida sin Zoe junto con su padre, mediometraje que forma parte de la película Historias de Nueva York. A mediados de los noventa, los caminos del padre y la hija se bifurcaron: Francis Ford emprendió su nuevo gran proyecto, con el que volvería a ser Coppola, Drácula, y Sofía trazó, paso a paso, su propio camino en el cine.

 

El cine de lo deliciosamente aburrido

Princesas silenciosas; rubias existenciales; barbies aburridas; vírgenes suicidas; pasteles de fresa con abundante crema; zapatos de las mejores marcas; bellas adolescentes en piscinas celestes; lens flare; verano; sábanas rosadas; Air; The Strokes; New Order... El mundo de Sofía Coppola entra por los ojos; los oídos; la piel. Más que contar historias o provocar reflexiones, crea atmósferas y sensaciones. El cine de su padre —y con él una generación de grandes cineastas— exploró historias con argumentos complejos y héroes marginados (El padrino, Taxi Driver, Goodfellas). El de ella es la antítesis. No habló de grandes historias: exploró la superficialidad. No tuvo reparo en hacer una apología de lo intrascendente.

Su generación, influenciada por las corrientes posmodernistas, optó por el silencio y no por el ruido; lo aburrido y no la acción; por contar lo que el cine y la Historia habían ignorado. El cine norteamericano cambió de una mirada macro a una mirada micro. Y surgieron los encantadores personajes de Jarmush que no van a la guerra sino que toman café, el Kurt Cobain de van Sant al que no vemos dispararse, la María Antonieta de Sofía Coppola que come pasteles al ritmo de New Order...

 

Las rubias también lloran…

Mujeres bellas, comercialmente bellas, estereotipadamente bellas, de buenas familias, de clase media-alta, que pertenecen al sistema y de alguna manera al poder, atraviesan una crisis existencial… No son los outsiders ni los freaks los que sufren de soledad o desconexión con el mundo. Son los que están dentro del poder quienes no encuentran un lugar en que se sientan cómodos. Las vírgenes suicidas, su ópera prima, es una adptación de la novela homónima de Jeffrey Eugenides. Aunque esta película es tal vez la más floja de Sofía Coppola (por lo menos a nivel de guion), ya se pueden ver en ella sus marcas como autora: la fascinación por la adolescencia, los personajes femeninos, una cierta melancolía en el ambiente burgués, la música indie como banda sonora (en este caso, Air), el manejo de la fotografía y el Arte que dan como resultado una atmósfera femenina, clara, light.

Las Vírgenes suicidas es una historia adaptada a los años setenta y trata de cinco hermanas de una familia norteamericana tradicional, el estereotipo americano de belleza: rubias, blancas, cabellos largos y lacios, ojos claros. Aunque son de buena familia, responden a los cánones de belleza que demanda la sociedad y son las más populares del colegio, ellas no se sienten bien. Su pequeño reino (en este caso la familia) no es un refugio sino una especie de cárcel. Una a una, las hermanas, se suicidan.

Su segundo filme, Lost in Translation, ganó el Óscar a mejor guion. Esta es tal vez su película más completa, sobre todo en cuanto al guion. Charlotte, veinteañera recién casada, y Bob, cuarentón con veinte años de matrimonio, se encuentran en un hotel de Japón. Ella se aburre en el hotel mientras su marido, que es fotógrafo, sale a trabajar. Todo le resulta ajeno y sin sentido. Bob es actor y hace un comercial de whisky. En el rodaje no se entiende con nadie. El idioma y la cultura parecen ser opuestos a la suya. Los dos están solos. Solos y aburridos. Además, tienen insomnio. El jet-lag aquí es simbólico: representa el estado interior de los personajes, que no van acorde al ritmo de la ciudad. Japón funciona como una gran metáfora de la desconexión del individuo moderno con la ciudad. Dos extraños se encuentran y se acompañan a estar solos. Entonces, su desconexión empieza a cobrar sentido. La misma cárcel que era La Familia en Las vírgenes suicidas es, de alguna manera en esta película, la institución del matrimonio, pero más que eso, el sin sentido de la vida de dos adultos de clase media-alta. Hay quien compara este guion con la realidad de la propia Sofía, que varias veces se vio en situaciones parecidas al acompañar de viaje a su exesposo Spike Jonze o a su padre. El tercer filme de Sofía, el más costoso, Marie Antoniette, es la adaptación libre de la biografía histórica Marie-Antoinette: The Journey de Antonia Fraser, sobre la Reina María Antonieta.

Según Sofía Coppola, este filme fue el último de una trilogía inconsciente —que empezó con su ópera prima— sobre la depresión femenina. En las tres películas hay algo en común: mujeres que se sienten perdidas en el statu quo. La institución opera como cárcel. La burguesía (o la aristocracia) es una especie de celda invisible. Es común ver personajes marginales o freaks que se sienten excluidos, el cine de los outsiders con Rebelde sin causa a la cabeza. Pero en la obra de Sofía Coppola, son las reinas y las vírgenes las que, dentro del sistema —uno que jamás les ha relegado, sino todo lo contrario— no encuentran un lugar. Sus personajes parecen experimentar una ansiedad inexplicable que quizá tenga que ver con la falta, aquella que solo aparece cuando precisamente no falta nada.

La cárcel que en los filmes anteriores representaban la familia y el matrimonio, esta vez no puede ser más claro, es la monarquía. La película es rica en simbología y poesía. El vestuario de tonos rosados, los pasteles que casi se pueden tocar y oler, la música indie contrapuesta a Versalles, componen una especie de poesía pop muy particular. El filme es una celebración del placer. Aunque en la realidad (si es que esta existiera) María Antonieta casi no comía pasteles (prefería las frutas), la película no tiene ningún énfasis en ‘ser fiel’ a la ‘verdadera realidad’: subraya la visión de la directora sobre esa realidad en particular. Es una exacerbación deliberada de la mirada de la autora. Y eso es claro en el plano memorable del converse intruso entre los zapatos de la reina. Esta suerte de metalenguaje, además de hablar del cine dentro del cine (nos recuerda que vemos una película), nos dice que la historia es aquello que queremos contar. Subraya el énfasis de no por mostrar una realidad objetiva, sino de exacerbar deliberada y categóricamente su visión particular. El converse es la afirmación del capricho.

En Somewhere, su cuarto filme —aunque según la directora no sería parte de esta trilogía— las constantes se repiten: una niña preadolescente, también rubia y bella, acompaña a su padre, un actor, en su mundo de fama y lujos. Dentro de esta burbuja de superficialidad, ella se siente aislada. Sin embargo, a lo largo del filme, se encuentra con su padre, de una manera parecida a la que Charlotte y Bob se encontraron en Lost in Translation. Una relación sutil en la que dos soledades por momentos se encuentran, hacen clic y después siguen su camino.

 

Melancolía pop

Hay en el mundo Sofía Coppola una tristeza inexplicable. En ese mundo rosado flota la melancolía, la misma de las canciones de los Strokes. Quizá sea por la intrascendencia de las historias (y la historia), que no concluyen de manera heroica ni redonda. Charlotte no se queda con Bob, pero tampoco es feliz con su esposo. En Lost in Traslation, la sensación es que, como dice Sandro de América, al final, la vida sigue igual.

Por momentos, la cinematografía de Sofía Coppola alcanza una dimensión poética y la insoportable levedad de sus personajes cobra sentido, como la escena de María Antonieta en que, tras una noche de juerga, los personajes de la realeza se amanecen bebiendo champagne en Versalles. Miran el lago mientras el sol empieza a salir, y la luz destella en el agua. Esa imagen ya es pasado, es impronta; pura melancolía. Los momentos bellos no tienen que ser trascendentes ni cambiar la vida de la gente. La tristeza (o la melancolía), en los personajes de Sofía no siempre es consecuencia de algo, es una tristeza repentina. Por nada. La melancolía surge no cuando se pierde al objeto amado, sino cuando se deja de desearlo. No se sufre por el objeto sino por la pérdida del deseo. Los personajes conocen el vacío de lo que les falta cuando no les falta nada. Esos momentos dotan a la obra de Sofía Coppola de una dosis de ambigüedad, una sensación agridulce que le merece una dimensión artística mayor.

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