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Alejandro Fajardo: un actor orgánico

Alejandro Fajardo: un actor orgánico
Foto: Lylibeth Coloma / El Telégrafo
07 de noviembre de 2016 - 00:00 - Jéssica Zambrano Alvarado, Periodista

Alejandro Fajardo (Guayaquil, 1972) sale a la terraza de su departamento y no puede estar cómodo. Desnudo mira a la cámara que hace unos meses lo vigila desde un poste cercano, y entra. Busca ropa para cubrirse. Lo están grabando. La Corporación para la Seguridad Ciudadana de Guayaquil usa su calle para vigilar el peligro de la ciudad: el bien común mermó su privacidad.

Él, que desde 2010, aparece al menos una vez al año en películas ecuatorianas que se estrenan en pantalla grande, le tiene pavor a la cámara de vigilancia. No sabe quién lo observa, ni para qué sirve esa grabación. Las condiciones en las que se graba perturban su libertad natural.

Para estar frente a la mirada de un público necesita moldear un personaje, trabajarlo, afinarlo, saber de él, encontrar su centro. Solo entonces es capaz de enrolarse en otro, determinar sus acciones cotidianas, ser espontáneo, besar a un hombre, bailar desnudo o desligarse de las posibilidades de vergüenza que implica el ser mirado.

Es un actor camaleónico. Sus personajes en teatro, cine y series de televisión mutan y son capaces de sostener una trama en suspenso. «No tiene problemas en dar grandes saltos, alejarse de sí mismo, pero a la vez mantener su humanidad y esa es una característica de un buen actor», dice el cineasta Javier Andrade, quien lo dirigió en Mejor no hablar de ciertas cosas. Para dejarse mirar, Fajardo debe tener clara una historia y su desenlace.

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En los noventa, Alejandro Fajardo viajó a Bogotá a estudiar optometría, como su padre. La óptica es el negocio familiar y tal vez su escenario más estable. Cuando se fue ya tenía la idea de estudiar cine, pero no la decisión de hacerlo en aquel viaje. Estaba obsesionado con las películas de terror, fantasía y la idea de contar historias. En Ecuador no había dónde hacerlo. Sacar luego un diplomado de actuación fue algo orgánico.

En Colombia se enganchó con una chica que trabajaba en audiovisuales. En cada comercial televisivo que rodaba, ella lo metía de extra para ayudarlo a financiarse. De a poco, Fajardo se involucró con los procesos, con la gente detrás de cámara, con los actores, con las condiciones que te da relacionarte con el espectáculo. Decidió terminar la carrera de Optometría, ir de visita a Guayaquil.

A su regreso, su padre repartía su tiempo entre su tradicional óptica en el centro y un espacio que construyó en Urdesa para su hijo optometrista recién graduado. Fajardo se puso la bata blanca, gestionó contactos, empezó a atender. Su papá lo creyó encaminado hasta que, dos años después, le dijo que regresaría a Colombia a estudiar cine.

Antes de irse, palpó un poco el medio. Fue a un taller con el cineasta Joseph Morder, francés que vivió su infancia en Guayaquil. Pese a que en todas sus películas, trabajadas desde otros espacios geográficos, Morder añade una alusión a la ciudad, tenía miedo de volver, que la realidad no fuera compatible con sus expectativas, con sus recuerdos. En ese taller, Fajardo volvió a encontrarse con Fernando Mieles, compañero suyo de la escuela al que no había visto en años. Mieles acababa de regresar de Cuba, estaba trabajando en un documental sobre Morder, Aquí soy José, y tenía en la cabeza un proyecto más grande en el que involucraría a Fajardo a su regreso de Colombia.

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A los 30 años, con pinta de doctor, entró a estudiar cine en una universidad bogotana a la que escogió por uno de sus profesores, Carlos José Mayolo, uno de los directores icónicos del Grupo de Cali, una agrupación de artistas que hizo quiebre con el costumbrismo cinematográfico de los setenta.

Pero Mayolo solo iba de vez en cuando a clases, era escuchado como eminencia, desde su experiencia con falsos documentales, con su cine kitsch. Fajardo no estaba interesado en contar historias de sexo, drogas y suicidio, como sus compañeros. A él le interesaba hacer un cine más político, como el que trabajó la generación de Mayolo.

En la escuela de cine conoció a Adiel Quinteros, un profesor de dirección de actores con quien empezó a explorar el método Stanislavski. Esta técnica plantea que el actor debe vivir una acción, no representar una ficción; que debe realizar sus acciones como un ser humano lo haría en la vida real.

A Fajardo le fascinó la idea de convertir a una persona en otra. Pensó que si iba a ejercer de director de cine, necesitaría manipular a los actores hasta que puedan mutar naturalmente. Entonces no era consciente de que aquel proceso definiría su trabajo posterior como actor. Fajardo terminó el diplomado en dirección actoral, pero no la carrera de Cine por la que había regresado a Bogotá. Pensó en quedarse en Colombia, pero sabía que, a diferencia de aquel lugar, en el que vertiginosamente empezó a crecer la industria audiovisual, en Ecuador estaba todo por hacer.

A su regreso, Fernando Mieles lo citó a un casting. La idea no lo convencía, pensó que su amigo estaba solo, obsesionado por hacer cine. «¿Nunca vas a ir verdad?», le dijo Mieles. Persuadido, llegó al casting. Se sorprendió con la cantidad de gente que estaba detrás de Prometeo deportado. En uno de los filmes de la nueva era cinematográfica local, Fajardo aparece como un nadador de aguas abiertas al que no lo dejan pasar de una sala de aeropuerto ni porque tiene pinta de atleta.

En ese tiempo, Sebastián Cordero ya había estrenado Ratas, Ratones, Rateros, Crónicas y estaba produciendo Rabia. Andrés Crespo había empezado a escribir Sin muertos no hay Carnaval. Javier Andrade estaba escribiendo su guion de Mejor no hablar de ciertas cosas. Todos llegaban de afuera a refrescar el medio. «El gremio era más grande, la idea de hacer cine se sentía cada vez más fuerte. Aquí seguro pasaban muchas cosas, pero no estaban tan cerca. Era difícil enterarse de lo que pasaba», dice Fajardo.

Desde 2010, cuando se estrenó Prometeo deportado, Fajardo actuó en al menos un estreno cinematográfico cada año, en esa transición en la que el cine pasó de tener un estreno cada década a trece por año. Desde su regreso, no solo el cine creció. Los espacios en Guayaquil para hacer y ver teatro son cada vez más. «Es la mejor época escénica en cuarenta años para la ciudad», dice Arnaldo Galvez, un productor escénico que considera a Fajardo uno de los mejores actores del país, junto con Víctor Arauz y Ricardo Velástegui.

Uno de los papeles más destacados de Fajardo, es el de Rodrigo, en Mejor no hablar de ciertas cosas (2012). Rodrigo es un criminal que estaba navegando en la corrupción mientras salía del clóset. «Era un personaje con muchas capas que Alejito asumió con suficiente valentía y fue fácil trabajar con él. Cuando una persona es inteligente y sensible se puede hacer casi todo con ella. Me gustaría decir algo malo de él, pero no puedo», dice Andrade.

Fajardo es uno de esos actores que se aprende primero los guiones, lee libros que puedan aportar a sus personajes, estudios científicos o consulta con psicoanalistas para entender el centro de otros roles.

Trata de no encasillarse en un papel «Aquí es muy fácil que lo hagan —dice Fajardo—. Trato de no hacer personajes que se repitan, no solo en un sentido generacional, sino hasta en su profesión, trato de evitar ser el novio, el cachudo o el infiel porque es fácil que te dejen ahí si sale bien. Busco cosas diferentes, sobre todo en teatro. Siempre hay que buscar el cambio y encontrar recursos para esos personajes. Todos sabemos que nadie viene con una verdad inserta. Si lo crees, te repites. Para meterte en el personaje, siempre hay que buscar recursos que estén fuera de ti».

A pesar de la forma orgánica en la que ejerce su oficio de actor, hasta ahora sus únicos roles protagónicos han estado en el teatro. En este campo, con las opciones que da el formato breve, estrena mucho más seguido que en el cine.

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«El cine y el teatro pueden ser parecidos, pero son procesos diferentes. El teatro es más colectivo. Tiene que ser en grupo, no es algo de trabajar solo. Puede ser que en cine sea más solitario. El teatro me gusta más por ese lado y cambia más la puesta en escena por eso», dice Fajardo.

Ese gusto por el trabajo colectivo configura su presencia como actor. Al cineasta quiteño Diego Araujo, después de dirigirlo en Agujero negro —una película que está en etapa de posproducción—, le sorprende no haberlo visto mucho más en el cine ecuatoriano. Cree que, por ejemplo, en Sin muertos no hay carnaval tiene un papel secundario y que su trabajo da para más. Luego de ver mutar su personaje de Rodrigo en Mejor no hablar de ciertas cosas, Araujo le escribió un personaje. Se llama Alejo, como él, y su interpretación fue —otra vez— orgánica. En el rodaje había que trabajar bastante con improvisaciones, a partir de las cuales se generaron muchas escenas de la película. Fajardo asumió con naturalidad el rol de un burócrata que soñaba mucho. Para Araujo, Fajardo tiene percepciones muy profundas sobre el pensamiento humano, sobre otros personajes, y aporta con su sensibilidad y generosidad en el trabajo.

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Fajardo aún piensa en dirigir su propia historia. Siempre escribe, pero cuando lo hace, también dibuja sus ideas y se dispersa en la búsqueda de imágenes que quisiera que fueran perfectas, como en un storyboard.

Cree que es pésimo escribiendo, no solo  porque tiene letra de doctor. Puede pasarse horas escribiendo algo que destruirá en una segunda lectura. Dice que nunca ha dejado que aquellos intentos por contar los lea alguien más. La excepción fue un cortometraje que escribió y compartió con unos amigos para grabar, pero nunca más hablaron de eso. Tal vez, su papel protagónico y la dirección de su primera historia aún se están construyendo. Mientras tanto, todo se diluye, como su imagen frente a la cámara de vigilancia.

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