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El Telégrafo
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Crónica a pie

Si anda por la calle Julián Coronel, evite el llanto...

Si anda por la calle Julián Coronel, evite el llanto...
Foto: José Morán / El Telégrafo
23 de septiembre de 2016 - 00:00 - Jorge Ampuero. Periodista

A las 10 de la mañana, cuando el sol no discrimina a nadie sobre la tierra, la Julián Coronel hace honor a su antiguo nombre de “calle de la muerte” porque en sus dominios siguen en pie el cementerio, el hospital y, aunque ya desocupada, la vieja cárcel municipal, territorio viviente de antiguas y truculentas historias.

Arrimado al cerro hace algunos siglos, el hospital es, quizá, donde más se mantiene vigente aquella tradición lastimera. Allí, a todas horas del día o de la noche, no faltan los tumultos de personas pobres en espera de buenas o malas noticias, de promesas y resultados.

Sus rostros, habla y vestimenta delatan sus orígenes: han llegado de Esmeraldas, de la manigua más refundida, del interande y hasta del oriente. De todos lados.

María Pilligua ha pasado toda la noche junto a las verjas negras del hospital. Un hijo suyo, que trabaja en una bananera, al parecer, se intoxicó mientras fumigaba las plantaciones ajenas. Ya lleva dos días y unas cuantas horas internado en la UCI (Unidad de Cuidados Intensivos) en espera de que la vida le dé otra oportunidad porque “está joven, apenas 18 años”.

Así como María, de los dos lados de las rampas de la puerta de emergencia, arracimadas entre familiares y extraños, otras personas muestran el castigo de la mala noche en sus ojos. Unos pocos cartones y unas maletas con prendas desconocidas les han servido para sobrellevar el sueño en medio de sustos y sobresaltos: la sirena de la ambulancia, el llanto inesperado de alguno que acaba de perder a alguien para siempre, la llamada de celular avisando que no hay plata o que sí, los pitos de los carros con un moribundo dentro... El ruido tropical.

Juan González es otro al que el día lo sorprendió casi de pie, arrimado a la pared del gran edificio verde agua. Viste una chompa de cuero lustrosa, un par de zapatos Nike (posiblemente made in Vietnam), un jean arrugado y una tristeza de varias semanas que no puede disimular. Su madre es diabética y la insulina ya no le sirve de nada.

Está allí hace dos semanas y, según él, esperan lo peor porque la enfermedad es de familia. “Mi tía, una hermana de ella, y mi abuelita, o sea su mamá, murieron de eso”.

Las palabras de Juan, dichas entre bostezos y mirada errabunda, suenan a resignación, a esperanza más que perdida, a no hay nada más qué hacer, a informe médico en contra.

A su lado, como una muestra de la mala suerte continuada, tres mujeres, que podrían ser familia por la similitud de sus ojos rasgados, degustan un batido en funda al que hacen sonar con sus sorbetes. Lo acompañan con una tostada y el deseo de que su espera termine pronto. No quieren decir qué les pasa, qué las llevó a sentarse en esa vereda sucia. Una llamada al Samsung de carcasa rosada las hace sonreír. Y una sonrisa, allí, en la zona de causas perdidas, vale un aplauso.

Del otro lado de la rampa, la historia de caras apesadumbradas es la misma. Otras personas, con otras urgencias, esperan el dictamen inapelable del destino cada uno desde su propia circunstancia.

Al padre de Miguel Torres le “picó” una culebra mientras hacía su desmonte en Salitre. Parece que, según su hermana Leopoldina, se va a curar porque el doctor ya les dijo la otra noche que lo llevaron a tiempo. Ella lo sabe y, quizá porque la noticia es halagüeña, alza la voz al contarlo. Nadie más comparte su alegría.

Entre tanto, desde la calle Baquerizo Moreno, la que viene del centro de la ciudad, sube al cerro y se pierde en sus vericuetos de casas entreveradas, el comercio de pañales desechables, cepillos de dientes, jabones, toallas, sandalias hasta de dos dólares y batonas, hierve de quiosco en quiosco con sus ofertas y promociones.

Es una especie de “bahía” para la gente en apuros, para los necesitados de esto y de lo otro; para la gente que nunca quiso estar allí, pero que está allí, latiendo.

En la farmacia esquinera otras personas hacen cuentas porque no todo lo que se necesita hay adentro. Sacan los billetes verdes, rebuscan en los rincones de las carteras y en los bolsillos, agregan unas cuantas monedas y se van con sus remedios en busca de que, esta vez, la herida cicatrice. Las recetas también duelen.

A pocos metros de la farmacia, una funeraria, “sin querer queriendo”, espera que le lleguen sus clientes. Trabaja con tarjetas, en efectivo y con el Seguro, “que ahora paga pronto”, dice uno de los dependientes de la Olivares.

Arriba y abajo el sol sigue haciendo de las suyas y le mete fuego a todo lo que se mueve y a lo que no también. Son las 11 de la mañana y la Julián Coronel, con sus estampas dolientes, en verdad, sigue siendo “la calle de la muerte”. El cementerio, más allá, también espera un turno que, tarde o temprano, llegará. (I)

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