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El Telégrafo
 Juan Carlos Morales. Escritor y periodista ecuatoriano

Quito visto desde El Panecillo

02 de febrero de 2017 - 00:00

En la cultura antigua los montes eran considerados deidades protectoras. Quito tiene su ícono: El Panecillo, que trae su nombre porque “es semejante a un pan de azúcar”. Precisamente de este encantador cerro -ahora con una virgen alada- el historiador Javier Gomezjurado Zevallos entrega a la memoria del país su nuevo libro El Panecillo y su historia.

Inicia con un tema que alude a este lugar sagrado de los Quitu-Cara en la letra del inolvidable Luis Alberto Valencia: “Qué será cuando yo me vaya de aquí / y en dónde lloraré mi pena, / Panecillo de mi recuerdo ayayay… / tan lejos quién me ha de consolar”. Esa es una de las entradas, porque -como si se tratara de la Puerta de Alcalá, que mira pasar la historia- El Panecillo nos remite al tiempo en que era conocido como Yavirac, pero también al momento en que los jesuitas buscaron la espiritualidad de los retiros, en una época donde sus barrios se poblaron de mestizos e indígenas, el tiempo en que sirvió de fortificación en las luchas independentistas, los sembradíos de trigo y frutas, los mitos que hablaban de túneles subterráneos, cuando en 1891 se construyó la ‘casa del cañón’ porque mediante un cañonazo se anunciaba la hora meridiana, el crecimiento de una urbe cual sierpe enigmática, una polémica virgen que terminó agradando a todos, hasta convertirse en el perfecto mirador para divisar una parte deslumbrante del Quito colonial.

El libro, de una investigación rigurosa, nos devela por épocas los sucesos de este lugar, acaso el referente de la ciudad de las campanas. Se agradece la contextualización de cada uno de los capítulos porque permite tener una panorámica -en este caso, valga la redundancia, de su historia. Así, se cuenta que, durante lo que se llamó la extirpación de idolatrías, este templo del Sol, para el caso incásico, fue hurgado tras los prometidos tesoros y al no encontrarlos se colocó una cruz, una de las prácticas comunes para ocultar las antiguas pacarinas, es decir las huacas de los ancestros.

Un aporte significativo de esta obra son las bien cuidadas ilustraciones, recogidas en el tiempo, como aquel plano de Quito de 1734, de Dionisio Alcedo y Herrera, la reproducción de un curioso cuadro del siglo XIX, cuando el 25 de noviembre de 1809 entraban las tropas realistas, o la imagen bucólica de Ernest Charton de Treville de 1860. Y claro, esa mirada del país indolente, propio de los viajeros del XIX, que no dejó indemne a Friedrich Hassaurek -quien siempre encontraba pulgas por doquier- al relatar la impresión que le causó la ciudad: “Vista desde la distancia o desde una de las colinas circundantes, Quito se parece a uno de los pueblos encantados de las mil y una noches, tan admirablemente descritos por la ingeniosa Scheherazade”.

Gomezjurado, por suerte, además de historiador prolijo, tiene esa veta tan cara a Jenofonte: la curiosidad de las cosas sencillas, que en definitiva son las que ponen sazón a un trabajo de este tipo. A veces la historia nos remite a la épica severa, esta historia que hace guiños a la crónica nos envuelve a El Panecillo también en una estética como el velo de niebla de su virgen bailarina. (O)

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