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El Telégrafo
Tatiana Hidrovo Quiñónez

Participación ciudadana

07 de septiembre de 2017 - 00:00

La democracia es una utopía que ha impulsado modelos de Estados de derecho, en los que prevalecen reglas de juegos sobre las potestades de las mayorías y las  minorías. Se sabe que la democracia es una utopía por un indicador irrefutable: la contradicción entre capital y trabajo, propia del sistema capitalista que actualmente envuelve todo el orbe. Donde manda el poder fáctico del capital, no manda el ser humano, y donde no manda el ser humano, no hay democracia.

Por ello, en muchos casos, la democracia es el relato que disimula la realidad cruda de Estados burgueses en los cuales un grupo controla el circulante del capital, sea por medio de instituciones legalizadas, sea a través de prácticas ilegales y corrupción. No obstante, casi todos estamos de acuerdo en aquella enunciación que dice que la democracia es la mejor forma de gobierno y que debemos practicar todo aquello que le sea propio y se acerque a ella. A estas alturas de la historia es muy difícil definir el ‘deber ser’ de una democracia, pero al menos estamos de acuerdo en que deriva de la noción de soberanía popular y que, por lo tanto, de acuerdo a ese concepto, el pueblo es el que posee el poder originario y total, es decir, el poder político y económico, lo cual evidentemente no es cierto.

En la mayoría de los casos las disputas dentro de los Estados nacionales tienen que ver con guerras políticas ‘intraburguesas’ desatadas por diversos intereses contrapuestos, de los cuales se derivan distintos enfoques sobre la democracia. Los grupos de poder que defienden el capital han procurado repúblicas que salvaguarden privilegios para unos pocos y concesionen un mínimo de derechos para las mayorías. Grupos más progresistas han bregado por asegurar el derecho universal al voto y la democracia representativa, mediante la cual la mayoría designa a un grupo de personas para que administren por separado las funciones Judicial, Ejecutiva y Legislativa, asegurando un supuesto ‘contrapeso’. Todas estas formas han fallado en relación al ‘deber ser’ de la democracia, no obstante, se dice que ningún sistema ha sido mejor que este.

Buscando renovar la utopía, desde hace un tiempo se habla de superar el modelo político representativo y caminar a una democracia participativa para luego llegar a una democracia directa. En la constituyente de Montecristi se decidió iniciar el ‘ensayo’ de una democracia participativa, otorgando nuevos derechos para que los ciudadanos pudieran incidir en la toma de decisiones y controlar a sus representantes. Se creó una función denominada de Transparencia y Control Social, toda una novedad en la historia de la democracia moderna. Hoy, esa función está siendo el centro del debate, bajo el criterio de que uno de sus organismos, el Consejo de Participación Ciudadana, encargado de la designación de autoridades de control, fue cooptado.  

No hay que olvidar que el Consejo de Participación Ciudadana no es la Función de Transparencia y Control social, sino solo uno de sus organismos. No hay que olvidar que esa función tiene como propósito esencial consagrar mecanismos de transparencia, control social, pero sobre todo participación ciudadana, todos elementos constitutivos de la utopía de la democracia participativa. No hay que olvidar -igualmente- que todo modelo que retroceda en derechos, en libertades de participación y empodere a poderes fácticos económicos, valida a la llamada democracia republicana burguesa. Por lo tanto, en la coyuntura actual, debemos preguntarnos qué utopía de democracia queremos los ecuatorianos para que guíe nuestro proyecto nacional: 1) Democracia participativa experimental. 2) Democracia representativa clásica. 3) Democracia republicana burguesa. (O)

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