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El Telégrafo
Fander Falconí

Leer podría ser un placer

17 de mayo de 2017 - 00:00

En la edición del 26 de abril de 2012, EL TELÉGRAFO advertía que los ecuatorianos leemos apenas medio libro por año, es decir, estamos a la cola en Latinoamérica. En promedio, claro, porque si usted lee 50 libros por año (apenas uno por semana, o sea, el promedio en China), puede haber 99 personas que no leen libros, punto. Quien no lee libros está condenado a depender de otros para ampliar sus conocimientos. Serán los medios de comunicación, o de amigos y parientes ‘cultos’ para ensanchar su criterio. Es verdad que nadie puede ser experto en todo, pero al menos debe actualizarse en su especialidad. Lo ideal sería que también leamos sobre otros temas.

¿Por qué sucede esto aquí? ¿Los libros son caros, en particular los importados? Sí, aunque las campañas públicas de difusión han abaratado algunos títulos, en especial de literatura. Además, los libros usados son baratos en las ciudades grandes. Pero en los lugares menos poblados, los libros escasean y las bibliotecas son diminutas o inexistentes. Allí hay más lectores potenciales pero, paradójicamente, hay menos libros. Aparte del sitio donde uno vive, influye el entorno familiar. Así como una persona no saca nada diciendo a sus hijos que no mientan si es que no da ejemplo de veracidad, tampoco madres y padres inculcarán la lectura con prédicas, sino leyendo con deleite.

En las grandes ciudades y entre quienes tienen acceso a internet, hay que pensar con mentalidad del siglo XXI. Los libros clásicos y algunos otros están en formato digital y no cuestan nada, pues sus derechos de autor son de dominio público. Universalizar el acceso a internet aumentaría el acceso a muchos libros, sin costo adicional. Otra idea es entregar un libro digital por capítulos a los teléfonos móviles. Al fin y al cabo, las famosas novelas del siglo XIX se entregaban en episodios mensuales y se leían en grupo. Claro que, para un ávido lector, el olor de un libro nuevo es tan apasionante como su lectura.

Otro de los problemas que enfrentamos los países pobres o empobrecidos es el encarecimiento de los derechos de autor. Los mejores libros científicos, a diferencia de lo que ocurre en literatura, son los nuevos y esos son los más caros. Lo triste es que en muchos casos no son los autores los beneficiados (tanto en el porcentaje de ventas como en volumen, pues los tirajes de cada edición son limitados), sino los distribuidores y las corporaciones que han comprado esos derechos.

Ocurre hasta en literatura; por ejemplo, las obras de Asimov siguen pagando derechos de autor, aunque el célebre escritor ya está muerto. ¿Acaso no deberían dar descuentos o eliminar derechos para ediciones de difusión masiva, sin fines de lucro? Cabe abrir el debate. Con este fin, necesitamos buenos negociadores internacionales. Por cierto, también requerimos más imprentas estatales y públicas que garanticen precios populares de los libros.

Leer podría ser un placer… siempre y cuando esté al alcance de todos y todas. (O)

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