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El Telégrafo
Xavier Zavala Egas

La responsabilidad política

20 de junio de 2017 - 00:00

Sin querer abusar en notas constitucionales, simplemente voy a establecer ciertos conceptos para contextualizar ciertas reflexiones. Así, entre los deberes y obligaciones de los ecuatorianos vemos que, el hecho de asumir funciones públicas conlleva la obligación de rendir cuentas a la sociedad y autoridad. Por ello, una de las atribuciones de la Asamblea Nacional es “fiscalizar los actos de las funciones del Estado y los otros órganos del sector público…”. Teniendo la atribución, en esta tarea de control y seguimiento, también de enjuiciar políticamente a los más altos servidores públicos, por: “…incumplimiento de las funciones que les asignen la Constitución y la ley…”. Lo que pudiera provocar, incluso, la determinación de responsabilidades políticas, civiles y/o penales, por actos y contratos realizados en el ejercicio de sus funciones.

Notemos que, de una parte, los incumplimientos del servidor público fiscalizado pueden surgir del quebrantamiento de deberes constitucionales y/o legales, y, de otra parte, respecto de actos y contratos efectuados en el ejercicio de sus funciones. O sea, distinguimos claramente la responsabilidad política de la responsabilidad jurídica, “…: la responsabilidad política no se cierne sobre conductas ilícitas, sino lícitas; no descansa sobre criterios de legalidad, sino de oportunidad y, en suma, no persigue castigar al culpable o asegurar la reparación de un daño, sino ratificar la idea de que los gobernantes están al servicio de los gobernados”. (Pierre Avril, 1977)

En tal virtud, si el mensaje que se quiere dar o ratificar es que el pueblo juzga la conducta de su servidor y, además, que este le debe rendir cuentas a aquel. Ciertamente que bastaría, para tal efecto, fundamentar la imputación política o tarea de control y hasta de enjuiciamiento, en el imprudente, poco acucioso o inoportuno uso de sus facultades al realizar tal o cual acto, que pudiera ser absolutamente legal. Así, el eventual compromiso jurídico (civil o penal) del servidor cede su vigencia a la exigencia política, no necesitándose de elementos calificados jurídicamente para sustentar una demanda o una acusación, tales como un daño o indicios de infracción. En definitiva, el servidor imputado pierde la confianza de quién se la otorgó para ejercer funciones públicas.

Siendo la responsabilidad política absolutamente objetiva, es decir, surgida por los hechos y sin importar, finalmente, las intenciones frente al acto en sí mismo ejecutado por el servidor, es posible que este sea imputado hasta por conductas de terceros. Por actuaciones de quienes, a su vez, recibieron la confianza personal y política del señalado y fueron nombrados para tal o cual cargo. Aquí se marca la diferencia entre responsabilidad política y responsabilidad penal, ya que esta es personal y por actos propios, pero no con la responsabilidad civil, que sí puede ser derivada de los actos de un tercero.

Ahora bien, el imputado adquiere responsabilidad política por un tercero, en tanto este no haya desobedecido instrucciones expresamente otorgadas o, también, estando absolutamente claros que el superior no había autorizado, expresa o tácitamente, tales actos. “… Para estar exento de responsabilidad política por una actuación ajena que se ignoraba, no puede bastar con afirmar que no se tenía conocimiento de ella: es preciso, además, convencer de que no se podía haber conocido”. (García Morillo, 1998) Sin perjuicio de recordar que el peso probatorio o la carga de la prueba lo tiene quien acusa, no el que se defiende.

Finalmente, es necesario recordar que esta figura nace con el traslado del peso político del monarca hacia el Parlamento en el siglo XVIII. Los ministros eran nombrados por el Rey y, por tanto, al Parlamento no le cabía otra forma de cesarlo que por la vía de la responsabilidad penal, con todos los traumas y dificultades que ello implicaba. Así que, como dice el autor antes citado: “Su fin es, por tanto, desembarazarse del político indeseado, cualesquiera que sean las causas, sin más trauma que ese, el de prescindir de él”. (García Morillo, 1998) (O)

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