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El Telégrafo
Sebastián Vallejo

La promesa libertaria

18 de noviembre de 2016 - 00:00

Nada para meterse de fondo en las campañas electorales como un buen eufemismo. Mientras la izquierda busca posicionarse y PAIS tiene que lidiar con sus propios escándalos, la derecha se monta una encima de otra por apropiarse de los espacios discursivos. Tanto para Viteri como para Lasso, el progreso viene de la inversión, la inversión viene de la libertad individual, y esto incluye esa libertad de contratar (y ser contratado, argumentan) libremente. Ambos buscan apropiarse de la ‘flexibilidad laboral’, el eufemismo preferido del neoliberalismo. Es uno de los ingredientes principales de las ventajas competitivas: la explotación del trabajo para beneficio del capital.

Y si todo esto suena a discurso del siglo pasado es porque -seamos sinceros- la fórmula ha cambiado poco desde el siglo pasado. La idea detrás de la flexibilización laboral (i.e. el trabajo por horas, la eliminación o reducción del salario mínimo, la eliminación de la compensación por despido, etc.) es motivar la inversión a través de la reducción de los costes del factor trabajo, a la vez que permite el rápido ajuste en caso de shocks externos. En un país como el nuestro, con un excedente en la oferta de mano de obra, significa la reducción del salario mínimo real, especialmente en sectores de trabajo poco calificado. También debería implicar más plazas de empleo y el consuelo es que mejor es un trabajo mal pagado que ningún trabajo. Eventualmente, la demanda y la oferta se estabilizarán dando un salario mínimo determinado por el mercado, al igual que será el mercado quien premie a los trabajadores de acuerdo a su productividad y habilidad.

El problema con esa lógica es que asume demasiadas condiciones que, en nuestra realidad, no se cumplen. Asume que la inversión generará la suficiente oferta de trabajo para que eventualmente los salarios suban. Asume que el inversor no amenazará con marcharse en caso de cambiar las condiciones. Asume que la inversión creará puestos de trabajo más especializados y mejor remunerados. Asume que los trabajadores podrán capacitarse para esos puestos. Asume que el mercado es perfecto, y asume que en este mercado perfecto, todos compiten en igualdad de condiciones. Pero así no funciona la realidad. En la periferia, el mercado funciona bajo las normas de la corporación monopolística de turno. No existe una verdadera competencia entre firmas, no existe la motivación de las firmas por crear productos de alto valor agregado (donde se premie la especialización) ni la motivación (ni del mercado ni del estado) por crear mejores condiciones laborales. El ethos libertario suele ser más bondadoso en la teoría que en la práctica.

La mayoría de los estudios en América Latina sobre los efectos de la flexibilidad laboral sugieren un muy modesto impacto positivo en la tasa de empleo, cuando hay algún impacto (según un estudio de Gordon Betcherman, publicado por el Banco Mundial en 2014). Lo que se ha visto es una baja en los salarios y un aumento en la desigualdad salarial. En nuestro país significaría, además, premiar el no estar embarazada (o directamente ser hombre), el estar sano (como si enfermarse fuera una decisión), el ser joven, etc.

En fin, volcaría la carga de la precariedad sobre los que son más vulnerables. Incluso, si se logra crear las condiciones económicas donde sea factible una mejora en las condiciones salariales, debemos tomar en cuenta que tenemos una fuerza sindical que ha perdido su capacidad negociadora, que en su momento supo aprovechar la coyuntura para ganar derechos, pero que difícilmente lo podrá hacer de nuevo. En un mercado desregulado, la falta de voz de sus actores significa a su vez la falta de representación política y la falta de la compensación efectiva de los beneficios que deberían acompañar la flexibilidad laboral. Sin los mecanismos adecuados de presión, lo que nos queda es la certeza de bienestar para los dueños del capital, y la promesa de un eufemismo para el resto. (O)

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