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El Telégrafo
Federico Larsen

La obsesión por el libre comercio

05 de noviembre de 2016 - 00:00

En los últimos meses la mayoría de los países de América Latina se ha sumado a la tendencia global de anunciar, cerrar o sondear acuerdos de comercio con otros países o regiones. Y nuestro continente, en plena renovación política en sentido conservador, no se ha quedado atrás.

Los líderes del mundo reunidos en Hangzhou, China, en la cumbre del G-20 de principios de septiembre, ya lo habían anunciado. El proteccionismo, la cerrazón económica, va a ser el enemigo número uno de los países poderosos a nivel global. En su declaración final definieron a las barreras al comercio internacional como la principal medida para atrofiar el crecimiento de los países y la cooperación económica, en un momento donde la crisis, según ellos, obliga los gobiernos a una mayor apertura. Ahora bien, el problema que subyace a este tipo de acuerdos es justamente la falta de ‘libertad’ a la que someten a los países periféricos y las duras obligaciones a los que los vinculan. Porque los tratados de libre comercio van muchísimo más allá de la esfera comercial.

Hay un acuerdo generalizado en sostener que los TLC deben cumplir con una serie de características: reducción o eliminación de los aranceles (o barreras pararancelarias) a la entrada de productos; libertad de competencia; incentivar prestaciones de servicios a las inversiones extranjeras; proteger la propiedad intelectual y determinar un mecanismo consensuado de resolución de controversias. Queda claro que semejante nivel de acuerdo traspasa lo económico para modificar ámbitos jurídicos y, especialmente, políticos. No se trata entonces, como el G-20 o la Organización Mundial del Comercio esgrimen, de negociaciones técnicas comerciales que solo favorecen a los consumidores de los países que suscriben el tratado, sino que también se ponen en juego las relaciones asimétricas de poder. Se trata de negociaciones que incluyen actores diferentes: los representantes estatales, las transnacionales y, en menor medida, los organismos internacionales. Ese es el verdadero triángulo del poder del libre comercio.

Para que las mercancías entren y salgan necesitan de un marco regulatorio claro, tratados de protección de inversiones, seguridad jurídica, es decir, modificar la estructura legal de un Estado en función de los intereses comerciales de otro, o de una empresa con particular peso en determinada rama de producción. Y si el Estado en cuestión tiene menos poder de negociación que su par o, peor aún, que una empresa, es fácil adivinar hacia cuáles intereses se abrirá ese Estado.

Los TLC cumplen una función muy similar. La de adaptar la estructura económico-jurídica de los países en desarrollo a los estándares de países desarrollados y transnacionales. Su aumento en la región, y en particular en el Mercosur, marca el camino de un nuevo patrón de integración, muy similar al de los primeros años del bloque del sur, basado en los acuerdos comerciales. Tampoco es casualidad que justo en esta etapa de reconfiguración del proyecto, los países fundadores hagan un bloque común contra Venezuela, único miembro que rechaza de lleno esta forma de integración comercial al mundo. Ante la falta de un proyecto político-social de integración, y la debilidad de los organismos y espacios existentes, en América Latina avanzamos lentamente hacia la adaptación a la moda del momento: los tratados binacionales y multilaterales de apertura comercial que nos dictan qué cambiar en nuestras pautas políticas y jurídicas.

Es justamente frente a eso que movimientos sociales se organizan en cada país del continente para intentar poner en discusión esta tendencia a la cual los gobiernos latinoamericanos se están doblegando. (O)

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