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El Telégrafo
Antonio Quezada Pavón

La democracia que esperamos con Lenín

01 de junio de 2017 - 00:00

Lenín ganó la Presidencia con una elección que fue disruptiva, para decirlo con lenguaje académico. Los diez años de Rafael hicieron que la política fuera nuevamente algo personal y de la noche a la mañana millones de ecuatorianos se transformaron en activistas, no tanto manifestándose en las calles, pero intensamente en las redes sociales, en las actividades cotidianas y aun familiares en un gran número y en tiempo récord.

Las elecciones hicieron que las cenas en familia fueran más conflictivas que Cabify con los taxistas amarillos y, de hecho, algunos amigos que están en la oposición ya casi no me saludan y, si lo hacen, me llenan de comentarios negativos sobre el gobierno que se fue y de terribles presagios para el que inicia. Me siento como comerciante informal en un centro comercial. Y aun mi inmenso placer de dar clase fue infectado por la política.

Por años, la legitimidad de nuestros gobiernos estuvo en un terreno inestable, hasta la década de Correa, durante la cual él categorizó las obligaciones de los gobernantes con sus gobernados. Para esto definió claramente la figura majestuosa de la comunidad, que cubierta por el soberano tricolor nacional sea la mandante del Estado y no una partidocracia decadente. Parecería que esto era suficiente, sin embargo pienso que nuestra democracia necesita mucho más.

Para empezar, el nuevo gobierno de Lenín debe entronizar la justicia para que sea el reflejo de la sabiduría y maneje la balanza de la imparcialidad. Pero la justicia debe estar atada con armonía y concordia a los ciudadanos de la república. De esta manera se consigue la paz, pues cuando rige un buen gobierno se respira tranquilidad y paz, que son antagónicas con la tiranía. Y estos son sus grandes objetivos, cuyo efecto son los pequeños detalles que nos consumen nuestra vida diaria: mejorar la producción, tanto agraria como industrial; que crezca la construcción y la inversión privada; que haya empleo suficiente; que la educación y la salud sean derechos inalienables; que todos caminemos hacia adelante sin miedo. Esa es la democracia que queremos en nuestras vidas.

Pero necesito también ilustrar los vicios de un mal gobierno. Avaricia es el anzuelo que atrapa al político codicioso. Y como decía San Agustín, la codicia es la madre de todos los pecados, pues le siguen de cerca la vanidad, la vanagloria y nos previene a los ciudadanos de los líderes narcisistas. Y un mal gobierno es cruel y traicionero. Luce mitad cordero, mitad escorpión, ya que nos adormece en un falso sentido de seguridad, mientras emponzoña a la república. Surgen entonces el fraude y la corrupción. Las consecuencias de un mal gobierno son muy claras: fallan los ideales cívicos; la infraestructura se deteriora, la producción se detiene y no hay un sentimiento de seguridad sino de miedo.

Tenemos que aprender a reconocer las sombras de avaricia, fraude, división y aun de tiranía que puedan aparecer. Tenemos que actuar. En democracia no podemos ser espectadores. En la pasada década hemos reivindicado nuestros derechos a protestar, a libre asamblea, a pedir y obtener un buen gobierno. Tenemos que trastornar nuestras vidas para poder trastornar la inmoral acumulación de poder de quienes intenten traicionar nuestros valores. Nosotros y solo nosotros tenemos que levantar el valor de la justicia de tal manera de traer paz y unión a nuestra nación. (O)

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