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El Telégrafo
Sebastián Vallejo

La cultura del macho alfa

14 de octubre de 2016 - 11:53

Somos la cultura del macho alfa. Somos una sociedad donde la fiesta de la testosterona es la manifestación viva de nuestra estructura patriarcal, no únicamente como manifestaciones desde el poder, sino como parte de un comportamiento trasversal donde los roles están asignados y son inmutables. Cualquier acto de contestación a este rol no será visto como un desafío a la autoridad, ni como un acto de reivindicación. Será visto como no-problema. Nuestro machismo estructural está tan engranado que somos incapaces de asumirlo como un problema.

Comienza en el lenguaje. El lenguaje como instrumento de dominación, como reflejo de la estructura del poder. Un presidente que estereotipa a una mujer a manera de insulto (en la manera que nunca lo haría con un hombre). Un alcalde que exalta las virtudes de un mujer describiéndola como hombre (y que nunca exaltaría las virtudes de un hombre describiéndolo como mujer). Un periodista y excongresista que hasta cuando lanza insultos se da el trabajo semántico para que la mujer sea juzgada por su género y no por su capacidad (lo cual es laborioso, tomando en cuenta que también se da el lujo de insultar a un ministro para su tamaño). Comentamos la “viveza criolla” de un futbolista por escaparse de la ley, y con el mismo respiro tachamos de “aprovechada y mantenida” a una mujer por reclamar manutención (es peor reclamar tu derecho como mujer que hacer una contravención como hombre). Es más, en este último caso, aprovechamos para extender la condición de “aprovechada” al resto de mujeres que hozan reclamar su derecho. No hace mucho, ante la posibilidad de un ascenso a un puesto gerencial, uno de los jefes de mi esposa le sugirió que piensa en buscar un trabajo “menos exigente” para que se pueda dedicarse a su familia (algo que nunca se la ha sugerido a un hombre desde las sociedades cazadoras-recolectoras).

Todos entendemos que hay un agresión (por lo menos cuando abiertamente la intención es agredir). Hay un acuerdo común en el cual todos entendemos que está mal insultar a las personas. Eso, en el mejor de los casos. Pero no hay ningún tipo de reconocimiento del problema de género. No hay un reconocimiento de un lenguaje que esconde (e, incluso, a veces abiertamente manifiesta) estas relaciones desiguales de poder. El presidente tildó de “neuróticas” a quienes lo criticaron. Nadie se inmutó por el comentario del alcalde Nebot. Dotti fue aplaudido por su comentario, y cuando la asambleísta Rivadeneira lo increpó, su contestación recibió incluso más aplausos. Y en ninguno de los casos hay un reconocimiento del problema. Somos incapaces de reconocer que este lenguaje es un problema, y que este lenguaje también es una representación de un problema estructural más amplio.

Podremos decir que hemos avanzado horrores en igualdad de género. Veremos las cifras y veremos a las ministras y a las asambleístas y a las candidatas y diremos sí, hemos avanzado. Y no podemos despreciar que, al menos nominalmente, hay un marco legal que garantiza estos derechos, y penaliza las agresiones. Pero eso se queda corto cuando todavía no somos capaces de problematizar, desde lo cotidiano, estas agresiones que vienen de todos los ámbitos sociales: desde el poder y desde lo colectivo. Cuando todavía somos los hombres quienes decidimos sobre el cuerpo de las mujeres (sancionas y juzgamos, también). Cuando todavía cargamos moralmente a las leyes cuando son aplicadas por las mujeres. Cuando es desde el lenguaje que recordamos a las mujeres su posición y condición en este campo desigual.

Entonces ser mujer se presenta casi como un acto de rebeldía (y ciertamente uno de valor). Porque en una sociedad estructuralmente machista como la nuestra, las agresiones están tan profundamente engranadas que no nos llegamos a dar cuenta que las hay. Reproducimos el comportamiento y somos selectivos en nuestra crítica, alabamos y criticamos a conveniencia, cambiamos la superficie, pasamos leyes, pero lo de fondo persiste. En lo de fondo, no hemos cambiado nada. (O)

                                                                                                                                                                                                                          

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