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El Telégrafo
 Juan Carlos Morales. Escritor y periodista ecuatoriano

La Ciudad de los Muertos

10 de noviembre de 2016 - 00:00

El feriado de finados ha terminado. Las flores se marchitarán en estos días, pero la historia de los cementerios -los que se construyen cada día- continúa. A propósito del artículo, de la semana pasada, sobre el mausoleo de la ‘Mama Lucha’ y la olvidada tumba de Velasco Ibarra recibí varios comentarios.

Germán Ferro Medina, el profesor que nos llevó a San Diego, también me contó en estos días que continúa sus investigaciones y comparativas entre los museos de Medellín y Buenos Aires. Obviamente, el tema es abundante. Entonces, más aún cuando recién en el país se mira a estos lugares también como sitios -¿por qué no decirlo?- como destino turístico, como sucede en otros lares. De la poesía, ni qué hablar. Están los versos de Quevedo: “Su cuerpo dejarán, no su cuidado; / serán ceniza, mas tendrán sentido / Polvo serán, mas polvo enamorado”. Y, por supuesto Virgilio: Ibant obscuri sola sub nocte per umbram.

Al hombre que cabalga largamente por tierras selváticas le acomete el deseo de una ciudad, nos dice Ítalo Calvino en Ciudades Invisibles. Pero qué le acomete a quien visita la Ciudad de los Muertos, los cementerios que, como la sociedad misma, reflejan geografías, clases sociales, desigualdades, encuentros, memorias y olvidos. Frente a los nichos, lápidas, monumentos de mármoles de Carrara o tierra pisoteada, el espectador acaso se cuestiona con la metáfora de ser y estar.

En el famoso verso virgiliano, donde relata la escena de Eneas y la Sibila quienes bajaban al infierno, e “iban oscuros bajo la noche solitaria por entre la sombra”, la transposición del lenguaje no es otra cosa que la precariedad de la existencia.

Al igual que el arte, estos lugares que los humanos hemos levantado para honrar la memoria a la espera de, según la tradición católica, la resurrección, todo parece efímero, como la última ofrenda colocada para suplantar al recuerdo. De hecho, la palabra cementerio proviene del griego koimetérion que significa dormitorio; el vocablo camposanto nos recuerda la tierra de Jerusalén traída por los cruzados para el remodelado cementerio de Pisa, así que hay un profundo significado de ocultamiento, como una promesa de la perdurabilidad a través del Paraíso, aunque en la callada tierra sucedan otros hechos biológicos. Es, entonces, un no lugar para el olvido, el sitio que es y no es, como algo que se evapora.

Estas necrópolis, que nos ofrecen la vida de ultratumba, también muestran la hechura de barro, como cita Quevedo. Lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, nos dice Borges, quien habla de sus mayores, muchos de ellos soldados “ahora espectros en desvanecidos caballos”, en el sentido de que los muertos son fotografías que pueden ser de cualquiera.

Epicuro de Samos sentenciaba: “La muerte es una quimera: porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo”. Una clave: todo está en transformación, como el cambiante río de Heráclito, o la moneda en la boca del muerto, para pagar a Caronte. Es más que una disputa entre Eros y Tánatos. (O)

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