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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

Hay puñales sangrientos

17 de julio de 2017 - 00:00

La habitación estaba más obscura que nunca. Leandro Meneses proyectaba su sombra desde la cama hasta una pequeña ventana que descubría en su recámara un crepúsculo en ciernes; mientras que afuera, desde el jardín saturado de flores hasta el bosque que aislaba el horizonte, se teñía el esplendor del sosiego. Se arriesgó a salir -sin zapatos- para sentir y contemplar algo que no recordaba muy bien: un arroyo situado, quizás, a unos tres kilómetros del caserón y que, en remotos tiempos, era su lugar de cavilación y recogimiento.

Caminó seguro por un atajo húmedo y tibio sin detenerse a distinguir cómo había cambiado el paisaje y otras moradas llenaban los huecos de las colinas aledañas. Avanzaba rumiando la frase que su hijo le enunciara el día anterior a propósito de la anemia espiritual de los humanos. Parafraseando a Shakespeare remató: “Hay puñales en las sonrisas de los hombres; cuanto más cercanos son, más sangrientos”.

Todo consistía, según Leandro, en la lasitud de la conciencia y las tentaciones que cada esfera de la vida coloca en las expectativas de la gente. Llegó al arroyo muy pronto y descubrió, a su pesar, que no estaría solo. Una mujer joven, con una falda larga de tela rosa, estaba sentada en una gran piedra y arrancaba, una a una, las páginas de un cuaderno sepia. Las lanzaba -casi con piedad- al lento cauce del riachuelo. Percibió la estampa del hombre y le sonrió antes de que él huyera a buscar otra soledad. La sonrisa lo acercó a la roca y, sin susurrar nada, se dedicó a observar cómo ella deshojaba su vistoso álbum de caligrafía azul. Los hombres siempre tienen hambre, dijo al tirar la última página en blanco y lo miró de golpe. Leandro se incomodó pero selló su frase con otra: Las mujeres siempre tienen sed. Rieron juntos moviendo el agua y salpicando adrede sus ropas y sus rostros.

¿Qué te parecen los puñales de los ojos, mujer? Inés, como se llamaba ella, cortó una larga ramita que amenazaba con caerse y la usó para jugar y alegar la inquietud de Leandro. Sucede que los ojos son esta rama seca: se quiebran con el sol de otros ojos que esperan la luna. ¿Eres poeta, mujer? En esos pliegos se fue lo que pudo ser poesía pero nunca hallé unos ojos que ansiasen la luna… y el sol apenas los encandila.

Leandro replicó: Cuando llegué aquí estaba pensando en los puñales de la sonrisa y tú me hablas del sol y tus folios azules, ¿quién eres? Inés continuaba alborotando el agua: Soy de las que especula por qué hay puñales en las sonrisas de los hombres. Él se sonrojó y aclaró: hablo de los seres humanos, no de los hombres como machos en celo. Ella se incorporó de la roca limpiando los pimpollos de su falda y glosando tal tontería rebatió: los puñales son, con suerte, las armas blancas de la traición; pero no se ha reparado en que sus formas constituyen una filosofía de la tradición. Sirven para matar humanos o bestias. He allí el secreto. ¿Qué matas o resucitas de verdad? Un puñal por lo general tiene un forro, una navaja se pliega. El puñal mata a la víctima que es el portador del puñal. ¿Lo sabías, hombre?

Leandro secó sus pies y musitó: hay puñales sangrientos. Inés concluyó: usa tu puñal alguna vez.

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