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El Telégrafo
Gustavo Veiga. Periodista

El país del hombre del rifle

08 de octubre de 2017 - 00:00

Cuando Donald Trump asumió la presidencia el 20 de enero pasado, dijo un sofisma a tono con su perfil caricaturesco: “Esta carnicería en Estados Unidos debe detenerse aquí y ahora”. Aludía a la delincuencia, las pandillas y las drogas. Los responsables que eligió como blanco para su cruzada contra la violencia. Stephen Paddock no estaba entre ellos. Mal podía dar con el perfil de su discurso inaugural. Hombre blanco, millonario y jubilado. También un desarrollador inmobiliario como el magnate que ocupa la Casa Blanca. Podría aplicársele hasta la definición de lobo solitario. Impredecible. Al acecho. Con su arsenal bien provisto, habida cuenta del dinero que disponía para comprar las armas más sofisticadas. Paddock, el asesino múltiple de Las Vegas, disparó con uno, dos o más fusiles automáticos modificados.

Igual que él, Chuck Connors abría la serie El hombre del rifle –que se estrenó en 1958– tirando con una carabina Winchester reformada. Las ráfagas que se escucharon en la capital mundial del juego sonaron parecido a las del cowboy en la TV. Abría el programa en blanco y negro con una descarga de su carabina a repetición y música de western, pero apuntando al aire.

El hombre de 64 años que mató a mansalva y después se suicidó, tenía edad suficiente para haber visto alguno de los 169 capítulos del ciclo televisivo. Trump también. Y sabía al tomar posesión del cargo de presidente de EE.UU., que prometía algo que resultaría imposible de cumplir. Incluso si se trataba de narcos, maras y delincuentes diversos. El jubilado de Mesquite, Nevada, no daba con ese physique du rol para integrar el eje del mal fronteras adentro. O muros mediante, si tomamos en cuenta que el presidente avanza en el blindaje con bloques de concreto sobre la frontera con México.

A diferencia de El hombre del rifle –Connors era un ferviente republicano que apoyó a Richard Nixon–, Paddock no tenía filiación política conocida. Lo declaró su hermano Eric. No estaba siquiera registrado como votante. “Era apenas un tipo normal”, lo definió el único pariente que habló hasta ahora. En esa “normalidad” naturalizada se vislumbra la matriz de violencia que carcome desde su historia a la cultura estadounidense. En el estado de Nevada, donde sucedió el asesinato múltiple, está permitido llevar armas a la vista. La imagen remite sin escalas al Far West. A la conquista del lejano oeste.

Paddock superó cualquier antecedente criminal en el país donde comprar un arma es tan simple como sacar una tarjeta de crédito. Empalideció a quienes perpetraron masacres en la escuela secundaria de Columbine (1999), en el colegio primario Sandy Hook en Newtown, Connecticut en (2009) y en el cine Aurora en Colorado (2012).

El cineasta Michael Moore dio cuenta del primer ataque en una célebre película. En esos y otros atentados murieron niños, adolescentes, espectadores que asistían al estreno de la película Batman y hasta militares que esperaban ser vacunados para ir a la guerra en Afganistán. Lo mismo daba para sus asesinos.

Las estadísticas indican que mueren por disparos unas 33 mil personas al año en Estados Unidos. En lo que va de 2017 hubo 46.743 hechos de armas, 11.699 muertes, 23.741 heridos (cuyo número decantará en más víctimas mortales) y 546 niños de hasta once años asesinados. Esas cifras tienen vigencia hasta el momento de escribir esta nota. Los datos son extraídos de la página www.gunviolencearchive.org. Solo en la tercera ciudad del país, Chicago, en agosto del año pasado fallecieron 90 personas. Casi un 20 por ciento de los 472 heridos en tiroteos durante ese mes.

Trump suele agitar la idea de que el principal enemigo está fuera de los límites de Estados Unidos. Lo dijo cientos de veces. Antes y durante su presidencia. En junio de 2016 se refirió al segundo asesinato masivo en la historia de EE.UU. sin contar a los atentados contra las Torres Gemelas. Declaró que el ataque al bar Pulse de Orlando, Florida –donde murieron 49 personas– había sido cometido por un tirador “cuyo nombre no usaré, ni diré jamás, nació afgano de padres afganos que inmigraron a Estados Unidos”. Se refería a Omar Mateen, quien como Paddock tenía pasaporte norteamericano. Las pesquisas posteriores desmintieron al magnate. El hombre al que presumía afgano había nacido en Nueva York en 1986. La misma ciudad del presidente.

Después de lo que ocurrió en Orlando, subieron las acciones de dos de los principales fabricantes de armas, Smith & Wesson y Sturm Ruger. No llama la atención ese dato del año pasado. Es la consecuencia de otros que lo precedieron. De un consumo desenfrenado de armas y miles de productos que en cada viernes negro -así se los llama- permiten que el ciudadano promedio arrase con ofertas en shoppings y supermercados. Ese día es uno de los que el FBI más trabaja en el año. Procesa miles de controles de antecedentes de los consumidores de armas. Se venden de a cientos de a miles. Y ya se sabe a dónde pueden ir a parar. Aunque Trump diga que las usan grupos yihadistas o de pandilleros. (O)

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