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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

El hombre más dulce del invierno

02 de octubre de 2017 - 00:00

Santiago tenía un rostro dulce y acaramelaba sus palabras cada vez que departía con Clara. Los unía un auténtico interés por la jardinería y varias familias de insectos que ella estudiaba en un centro de investigación cercano. Él, por su parte, era un periodista aficionado que se apasionaba por la política y perseguía a alcaldes y funcionarios para tener primicias que pocas ocasiones sugerían que en esa aldea tan grande pasara algo más allá de riñas por exiguas corruptelas o enredos nepotistas.

Lo realmente significativo en la comunidad era la vida de ciertos personajes locales y otros extranjeros que desde hacía décadas habían llenado de vitalidad, humor y algunas desgracias la vida apacible y casi triste de las cien familias tradicionales que habitaban las faldas del enorme cerro seco de la pradera.

Clara era uno de esos personajes. Aplicada y culta llegó de afuera para juntarse al instituto científico e investigar unas larvas que solo existían en la zona acuosa del cerro en cierta estación del año. Su calidez y discreción gustaban a todos pero también inquietaban porque su vida social se limitaba al afecto con Santiago y unos contados colegas maestros de física. Además Santiago, dulce en extremo, impaciente pero tribal, había parado su vida desde que llegó Clara a la ciudad y dedicado su calma, hábitos y rutinas a ella. La relación parecía (más) alarmante porque la chica tenía planes de irse en dos años del distrito y pocos podían imaginar al reportero lejos, sin llevar la crónica diaria de unos sucesos –acaso corrientes- que nadie daba atención para la posteridad de una historia que bien valía guardar en alguna biblioteca o computadora. El pueblo no podía quedarse sin Santiago pero sí sin Clara.

Fue entonces cuando empezó una trama de intrigas y maquinaciones por hacer que ese amor sin rasgos teatrales fuera degradándose en el huerto que ambos visitaban las noches menos frías. Alguien robó un insecto letal del laboratorio y lo encerró en una botellita de vidrio. Santiago, que ignoraba fábulas y relatos de fantasmas, le contó a Clara lo difícil que era vivir en una comarca cargada de supersticiones y amando a una mujer como ella. Sorprendida, racional hasta el tuétano, ella no sabía qué era el amor y lo miró sin alma. Él, sensible como un mosco en el invierno, quería su sangre, quería picarla hasta hacerla sentir la furia del prurito. Ella no decía nada. Él, afectado por una cábala de su madre, le inquirió por última vez: ¿nos iremos juntos de aquí en dos años?

Clara también había sido tomada por los duendes pueblerinos y creía ver en Santiago un aparecido de siglos que la raptaría en el futuro… Él, más racional que nunca, abrió el frasquito y le dijo a Clara que el bichito aquel era una especie rara que su talento debía examinar porque tal vez su hallazgo cambiaría el mundo. Ella lo dejó trepar por su brazo, hipnotizada.

Dos días después, Santiago escribiría en el diario local cómo la científica en su afán de explorar cada parásito, se dejó aguijonear por un género maligno en un oasis de amor muerto. La villa respiró tranquila en pleno invierno plagado de mosquitos asesinos. (O)

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