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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

El bien y el mal en las redes sociales

14 de noviembre de 2016 - 00:00

Es tiempo de irse preparando para los pequeños espectáculos que la campaña electoral traerá cuando los motores hayan arrancado oficialmente. Pero antes, es decir, ayer y hoy, los días cercanos, se han puesto a circular algunos rumores y escándalos en las redes y, los diarios impresos, cementerios ya de la novedad y el amarillismo, no pueden evitar publicar esos cuchicheos porque, si no lo hacen, el espacio informativo en que se han convertido las redes sociales terminará por suplir ¿para siempre? el papel y la influencia de los medios tradicionales.

El onceavo mandamiento: la libertad de expresión, consagrado en cada red social, se lo sabe en demasía, se ha tomado –una variante- de las campañas electorales para exponer los distintos niveles de opinión que tienen los consumidores del Twitter, Facebook, Instagram, etc. El uso y los usuarios de las redes en tiempos electorales parecen seguir unos libretos muy bien diseñados y se trepan a la ola de cualquier griterío (virtual) para denunciar y ensangrentar –metafóricamente hablando- un supuesto hecho real reprochable. Las redes montan realidades mucho más impactantes, porque son operadas por la subjetividad y el afán de perturbar aunque la ‘tendencia’ dure no más de una o dos horas.

Ergo, una afrenta moral aspira a linchar toda acción política, sirviéndose de la impunidad de las plataformas virtuales. Y cuando los medios impresos se atreven a publicar algo que solo deambula en las redes sociales, se ven en el dilema de aceptar la seducción de normalizar el rumor (volverlo opinión pública), o, lo que es peor, entrar al terreno siempre farragoso de no tener la certificación de una fuente confiable, en otras palabras: citarse entre sí, citarse entre medios virtuales y no virtuales.

Pero quizá lo más decidor de la conducta inestable de las redes sociales es que cuando alguna noticia es cierta, o sea, no es plastilina para amoldarla a los intereses nunca homogéneos de los usuarios, se recurre a los memes. Por ejemplo, cuando Alvarito Noboa en un acto de sensatez política –tal vez el único en su larga vida de aspirante presidencial- declinó postularse esta vez, del satélite de los memes apenas surgieron burlas y chistes; que es el otro modo de ensombrecer la realidad.

Así, la perversidad de la granja virtual nace cuando, a partir de lo anterior, se crea eso que los especialistas denominan hiperrealidad. Todo lo que sucede en las redes, el lugar de la despolitización por excelencia aunque se diga lo contrario, simula hechos reales, valores extintos, moral de capilla cerrada, credos filantrópicos, malas conciencias, etc. Por tanto, nuestra hiperrealidad (local) es terriblemente doméstica, dada a persuadir a los usuarios de las redes sociales de que la política, verbi gratia, es una actividad que juega, solamente, al gato y al ratón y que nunca se podrá superar la conveniente dualidad del bien y del mal.

Esa hiperrealidad ansía suplantar la condición moral de una sociedad concreta. Pero, ¿será posible hacer conciencia sobre quiénes son los malos y quiénes son los buenos, si para que pecado y virtud existan, en la realidad real, las dos cofradías son más que necesarias y complementarias? (O)

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