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El Telégrafo
Orlando Pérez, Director de El Telégrafo

Demasiados adjetivos para tan pocos sustantivos

25 de septiembre de 2016 - 00:00

La paz como la democracia no requieren de adjetivos. Ahora la paz en Colombia es solo eso: paz, en su esencial y complejo sentido. Nadie puede hablar de la “paz armada”, de la “paz segura” u otras cosas por el estilo. Igual pasa con la democracia que no requiere de esos adjetivos para sustentar visiones políticas e ideológicas. La democracia es tal en la medida que sostiene la búsqueda de la mayor equidad, participación, libertad y bienestar, punto.

Si el lenguaje es una de esas maravillosas creaciones del ser humano, no cabe duda de que su uso, el modo de asumirlo, desarrollarlo y la misma evolución como un organismo vivo también nos revelan cómo representamos la realidad en nuestras cabezas y, sobre todo, en las relaciones entre grupos con miradas diversas y divergentes.

Y en la disputa política el uso recurrente del adjetivo es la vía más cómoda para desbaratar al propio lenguaje, para acentuar la diferencia de opiniones y producir rupturas. Basta leer a ciertos blogueros, supuestos periodistas y una infinita cadena de activistas virtuales para entender cómo el adjetivo es su modo de expresión más ‘natural’.

¿Y los sustantivos? ¿Dónde los cultivamos como una expresión de nuestras búsquedas, memorias y propuestas filosóficas, políticas y hasta académicas en general? Si cuando un niño descubre el lenguaje lo primero que sostiene como su modo de interrelación son los sustantivos se entiende que esencialmente expresa sus deseos y sus necesidades. No adjetiva. Es su natural modo de comunicar sin ofender ni acentuar nada.

Resulta penoso leer a supuestos críticos “interpelando” el artículo de Anne-Dominique Correa donde solo caben adjetivos, mientras se olvidan de los sustantivos que ella sustenta en su enfoque sobre los métodos que usan ciertos grupos políticos y ONG para medir nuestras democracias. ¿Y si ese artículo se leyera en su integridad, sin gafas de odio y prejuicio, como una crítica también a la democracia ecuatoriana de ahora? ¿Qué dirían esos ultracríticos? ¿Saltarían hasta los techos porque al gobierno actual le nació una posible opositora?

Lo de fondo pasa por la calidad del uso del lenguaje para entender la relación humana en los campos que sean. Por ejemplo: ciertos militares en servicio pasivo (y otros en activo que prefieren hacer llegar sus opiniones con seudónimos o nombres falsos) cargan de adjetivos todos sus reclamos y puntos de vista. Hablan de unas Fuerzas Armadas gloriosas, de soldados de honor, de militares valientes y pundonorosos, etc. Todo eso no solo que sobra cuando lo esencial es explicar sus reclamos con sustantivos sólidos y potentes.

Pero hay un terreno donde los adjetivos sobran y espantan, son un lastre o hierba mala, revelan una pésima formación o simplemente no guardan relación con el espíritu del oficio, según todos los maestros y mejores profesionales. Y ese terreno es el periodismo. No hay un solo maestro de verdad que aconseje usar adjetivos a granel. Al contrario, en los tiempos del papel y lápiz se revisaban los textos y tachaban cuanto adjetivo aparecía en las notas o reportajes. En estos tiempos de computadora y comunicación virtual, los grandes editores tienen un dedo nervioso en la tecla DELETE.

Y a pesar de ello, los adjetivos ahora abundan —casi como los jugos de naranja en las calles del Ecuador de estos tiempos—. Parecería que mientras más adjetivos usan esos seudoperiodistas más solventes se sienten, como si su modo de explicar la realidad no pasara por la sustantivación de lo que ven sino por la adjetivación para interpretar a su muy particular modo. Por ejemplo, Alfredo Pinargote dice ahora que el gobierno de Augusto Pinochet (qué casualidad que los dos lleven las mismas iniciales) era “estable”. En otras palabras que esa supuesta democracia era “normal”. En realidad fue un dictadura (sin adjetivos) y dejó miles de muertos y desaparecidos, torturados y prisioneros.

Necesitamos entender desde el lenguaje también el comportamiento de nuestras acciones políticas y profesionales. Sin caer de lleno en el terreno de la semiótica, al triturar al lenguaje atiborrándolo de adjetivos hasta pierde significado el mensaje, se anula o por lo menos se diluye en su sentido más profundo. Y si por esos trillos vamos,  tendremos por delante un ruido enorme, podríamos adquirir una sordera crónica (hablando metafóricamente) dando lugar a una incomunicación grave.

Volviendo a la paz de Colombia, bastaría revisar la declaración final de las FARC, del viernes pasado, para entender de qué modo un comunicado histórico puede contener toda la sustantividad posible cuando lo esencial es decir algo profundo, sentido, esencial y con un impacto concreto. No hay adjetivos demás, la vibración de los sustantivos ponderan una revelación del pensamiento y del deseo de llegar a una sociedad sin violencia y a favor de la democracia (sin adjetivos). Cómo no congratularse con la frase final de la declaración de fin de la guerra de un grupo armado, sin un solo adjetivo: “Se acabó la guerra. Díganle a Mauricio Babilonia que ya puede soltar las mariposas amarillas”.

Nuestra democracia será sustantiva no porque los críticos, opositores, blogueros, tuiteros o facebookeros le carguen de adjetivos. Al contrario, en Ecuador necesitamos sustantivarla con mucha más calidad en el debate, con los parámetros de los hechos y cifras que la reflejen y, por supuesto, por el lenguaje que usemos para resolver nuestras contradicciones y disputas. Y por si fuera poco, quizá también sea oportuno aprender de los poetas para entender que señalar y explicar la realidad con sustantivos le dota al lenguaje de un brillo único. (O)

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