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El Telégrafo
Rodolfo Muñoz - Columnista invitado

Chusma, chusma

28 de enero de 2017 - 00:00

Una de estas frías mañanas tomé un taxi en Quito y para mi sorpresa su conductor no estaba escuchando esas emisoras que divulgan chistes grotescos o música estridente (chis, pum, chis, pum, chis, pum), dizque para que aumente el rating; por el contrario, escuchaba una agradable música instrumental. No está mal, me dije, pero pesó más en mí, el zoon politikon (animal político) que llevo dentro. Tratando de no perturbar al taxista le pregunté si podía sintonizar alguna emisora para escuchar noticias u opiniones. Él conocía perfectamente el dial de lo que le pedía y enseguida ambos escuchamos una emisora pública donde en ese momento diversos ciudadanos manifestaban naturales preocupaciones y aspiraciones propias de una campaña electoral. Entrados en confianza, los dos opinamos sobre lo mismo. Luego le pregunté si oía frecuentemente esa emisora. Su respuesta me sorprendió: “La escucho mientras no llevo pasajeros. ¿Por qué? Porque algunos son groseros y me exigen que cambie, y yo prefiero no hacerme mala sangre ni perder al cliente”. Sabia decisión, le respondí.

Enseguida le pregunté por quién va a votar. Antes de responder a mi confianzuda pregunta hizo una introducción: “Mire, yo soy manaba y vine hace 14 años a la Sierra para conseguir trabajo. Me fui a Cayambe, por las floricultoras, pero solo conseguí un empleo con una tercerizadora. Me pagaban menos del básico y jamás me afiliaron al IESS. Después les boté, me vine a Quito y traje a mi esposa y a mi primera hija”. Le dije cómo pudo traerles si sus ingresos eran tan bajos. “Señor, es que nunca perdí la esperanza. En 2005 empecé a trabajar como chofer de un taxi, con lo que sobrevivimos un tiempo. Luego mi mujer empezó a trabajar y la afiliaron. Ya en 2008 mejoraron las cosas”. ¿Para quién? “Para todos, pues. Mi mujer hoy hace atender a nuestras hijas en los dispensarios del IESS. La menor va a una escuela fiscal de Conocoto, donde le dieron uniformes y libros y su nivel es mejor que el de sus primitas que van a una escuela particular. Yo conseguí un préstamo y me compré este auto nuevo con el que estamos saliendo de la pobreza”. Pero no me ha respondido la pregunta que le hice -inquirí- ¿por quién piensa votar? El hombre se sonrió y dijo: “Yo voy a votar porque siga el cambio, pues”. ¿Y en su cooperativa qué pasa? El manaba respondió en medio de risas: “Casi todos piensan igual que yo, sino que prefieren hacerse los locos o responden otra cosa, para no hacerse líos. ¿No ve que hay gente intolerante?”.

Estábamos próximos a mi destino y ya casi al apuro pregunté a mi interlocutor manabita qué estaban pensando electoralmente en su provincia, que no ha terminado de resolver las penurias del terremoto del 16 de abril. “Mis padres venden desde hace muchos años plásticos en las calles de Portoviejo. Hoy les construyeron un mercadito donde van a tener un puesto propio, tendrán que pagar un poco y a largo plazo, pero finalmente van a estar seguros y tratados con dignidad. ¿Y sabe qué?,  los manabas, en su gran mayoría, somos agradecidos, por habernos socorrido tras el terremoto, más toda la ayuda que habíamos recibido antes?”. ¿Cuánto es, mi amigo? “Lo que marca el taxímetro. Algo final quiero decirle: nosotros somos eso que los encuestadores llaman ‘indecisos’ o  ‘voto escondido’”. Su última frase me llamó la atención.

Me despedí del taxista sin saber si cambiará de emisora. Y de nuevo a solas, creo que votantes como el taxista son los que provocan el fracaso de encuestadores ‘independientes’ y de futurólogos. Y es que esos a los que estadísticamente se los registra como ‘indecisos, no sabe o no contesta’ sí saben y votan perfectamente convencidos por sus propias historias de vida y las de sus más cercanos. Ellos son menos permeables a la propaganda estridente; a los programas ‘especializados’ y a las falsas promesas de que serán merecedores del paraíso celestial y, de yapa, el terrenal. Es la sabia respuesta popular a la prepotencia que genera un clima electoral, donde pensar distinto es suficiente para ser agredido de mil y un formas. Quisiera un día después del 19-F volver a encontrarme con el mismo taxista, para saber si finalmente fue suficiente el escudo que utilizó para repeler a los prepotentes. ¿Le funcionará hasta el día en que todos acudamos a las urnas para elegir libremente a nuestros dignatarios?

Esos intolerantes que están dispuestos a agredir a los más humildes -por desgracia- no solo son los de clase alta y de la media que lucha a cualquier costo por ascender, sino también algunos iguales, que están contagiados por el síndrome de ‘Doña Florinda’ y que son capaces de gritarle ‘chusma’ (en nuestro medio sería longo o montuvio) a los mismos de su barrio o de su pueblo, con el ánimo de sobajarlos, por haber cometido el bello delito de pensar con cabeza propia. (O)

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