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El Telégrafo
Lucrecia Maldonado

Aventuras urbanas en la capital

05 de julio de 2017 - 00:00

Es día de Pico y Placa. Subo desde mi casa hasta la parada de buses de la Panamericana Norte. Espero un bus que me acerque al centro norte de la ciudad. Como siempre, no se sabe a qué hora llegará (en otros países, es frecuente que en la parada consten las líneas y la frecuencia de paso, o sea la hora exacta a la que se puede tomar un bus de una determinada línea y número en esa parada). Pasa un alimentador de la Ecovía, con pocos pasajeros, posiblemente a unos 70 km/h, toma el carril central de la carretera y, al ver que el semáforo está en amarillo, acelera. Va medio vacío, pero no se detiene a recoger pasajeros en la parada. ¿Por qué? Es uno de los grandes e insondables misterios de la humanidad.

A continuación, pasan diez o veinte buses alimentadores del Corredor Central de la Ofelia. Todos se detienen, pero ninguno me sirve. Como son varios, los veo alejarse compitiendo entre bruscos acelerones y frenadas a raya. Finalmente, aparece el bus que me puede acercar a mi destino. Se detiene a recoger pasajeros. Me subo y mientras extiendo la moneda de 25 centavos al controlador, arranca bruscamente, obligándome a agarrarme del tubo más cercano para no salir impelida hacia la parte posterior del vehículo con toda la fuerza con que un conductor de primer día de clases de manejo le imprimiría al soltar el embrague de golpe y sin experiencia cuando sale en la primera marcha.

Mientras avanzo en busca de un asiento, el bus cambia a la segunda velocidad y nuevamente debo hacer malabares y acrobacias para no caer o ser proyectada en dirección opuesta a la del automotor. Logro sentarme porque todavía hay asientos disponibles. Saco mi libro, porque acostumbro siempre llevar un libro para leer mientras dura el viaje, pero la impericia del conductor cada vez que cambia de marcha me obliga a detenerme en mi lectura con grave riesgo de estabilidad retinal.

Sucede entonces que algún otro bus de la misma línea y destino (o de otro, tal vez no importa mucho) inicia una competencia que recuerda a aquellas carreras de fórmula 1 que de vez en cuando se ven en la televisión. Solo que estamos en un bus urbano, cuya velocidad no debería sobrepasar los 40 km/h. Supongo que, pese a los alardes de ‘profesionalización’ de los conductores, ellos desconocen este límite, pues fácilmente alcanzan los 70 u 80 sin ningún pudor, lo cual nos pone a todos en un estado cercano al ataque de pánico.

En su afán por ganar la competencia, irrespetan las paradas, tanto para que se suban pasajeros que deberán esperar a otra unidad, como para permitir que se bajen pasajeros que deberán hacerlo unas cuantas cuadras más allá de la parada legal en donde les correspondía. También se detienen en el carril de la izquierda, y el controlador, comedidamente, saca la mano para señalar a los autos y buses que vienen por el carril de la derecha que, si no se avispan, pueden ‘endeudarse’ en algún desprevenido padre de familia que tiene que bajarse del bus en ese lugar porque no queda de otra.

Cuando me toca el turno de bajarme, como mujer prevenida, me anticipo unas cuantas cuadras. Aplasto el botoncito para indicar mi intención. El bus se detiene apenas el tiempo necesario para que descienda, y nada más asentar el pie en la acera ya siento en mi talón del otro pie el acelerón que vuelve a poner el vehículo en la carrera cotidiana. Oro por protección para quienes todavía deben transportarse en esa unidad, conducida por algún émulo de Ayrton Senna. Y me echo a caminar, agradecida de estar viva todavía, y preguntándome si realmente merece la pena pagar cinco centavos más por semejante ‘servicio’. (O)

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